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When the rain begins to fall

Desde mi ventana la lluvia parece tener un extraño aroma, como a una humedad de otras décadas, y aún no entiendo el por qué de esa sensación de nostalgia. Es una tarde cualquiera de primavera, en Lexington Ave., con la 95th St., que se consume lentamente desde mi ventana. Hace dos meses que vivimos en este pequeño trozo de Manhattan llamado Carnegie y el barrio me gusta porque es tranquilo y limpio; aunque a veces, extraño esa fascinante locura que cara a cara encontraba durante mis paseos nocturnos por East Village. Pero la vista desde mi escritorio en el piso seis es envidiable. Ahora mismo, observo esta lluvia que dirige a su antojo la dinámica de esta ciudad. Personas de diferentes razas y culturas salen y entran del metro con paraguas y botas de goma, tirando las correas de sus perros, siempre impasibles, cansadas, se cruzan con otras vestidas de polera y leggings deportivo que cruzan apresuradas la 96th St., para entrar al café de la esquina. Pero nadie levanta la vista para ver este inmenso cielo que yo veo. Porque esos ciudadanos respetuosos de las normas siempre están apurados, porque hay que hacer el transbordo en la 125, porque hay que llegar a tiempo para atender a los hijos en Astoria, Flushing Main o Jackson Heights, porque se inundó el basement, porque hay que mentalizarse para soportar una ciudad que no se detiene a consolar a los cansados. Las duras calles flanqueadas por una mezcla de estructuras eclécticas, esos townhouses con ínfulas de grandeza junto a edificios modernos, de un momento a otro se anegan de torrentes que corren hacia las alcantarillas y el cielo deja de ser esa sumisa réplica de ciudad lanzando feroces estruendos que se escuchan a lo lejos, y al fin muestra sus dientes, y ¡vaya que si los tiene! La lluvia golpea con fuerza, se escucha como choca contra el pavimento y me agrada ese espectáculo de nubes de envolventes, cenicientas, pardas, azabaches, que contrastan con estos edificios de falsos detalles diseñados en hierro fundido, y esos árboles en las azoteas que se mueven complacientes ante un viento que somete fuerte desde lo alto como una águila de presa. Me siento cómodo. Me siento cálido y protegido en una ciudad totalmente desconocida, y es extraño porque de la nada, recuerdo el coro de una canción muy popular por allá en los ochenta, que decía:

“… y si se pone a llover…”

Es lo único que recuerdo, pero Youtube lo hace todo.

Escribí la frase y aparecieron melodías de relajación, poemas, canciones de reggaeton, salsa, hasta que al fin doy con “When the rain begins to fall” de Jermaine Jackson y Pia Zadora. No tenía idea que ellos existían, pero ahí está la canción que buscaba. Es la primera vez que veo el video, y la verdad es que no tiene ninguna relación con Nueva York; pero mi mente, hizo una extraña conexión entre la lluvia, mi niñez y esta indescifrable ciudad cuadriculada. No logro situarla en momentos exactos, porque la tocaban repetidamente en la radio, pero es un invierno cualquiera en casa de mis padres, y siento ese olor a humedad y parafina quemada de la vieja estufa, mientras en la radio IRT el locutor anuncia esa canción y yo mirando ansioso por la ventana la lluvia torrencial, como gato frente a la carnicería, esperando que se detenga para salir a la calle y pisar las pozas de agua que luego de la lluvia se transforman en extensos océanos, escenarios de batallas navales entre barcos de papel y cascaras de nueces. Inviernos de un adolescente que llega mojado hasta los calzoncillos a la universidad luego de caminar algunos kilómetros bajo la lluvia y la sonrisa de mis compañeros que capeaban el frío con sus burlas sobre las ridículas botas vaqueras que usaba el profesor de auditoría. La sonrisa de mi padre mientras sacamos “cochayuyo” en la desembocadura del indomable BioBío, después de un gran temporal y las ricas ensaladas con cilantro y cebolla que en la cena preparaba mi madre junto a mi abuela. La lluvia tiene ese encanto. Me hace más introvertido aún. Me hace recordar y eso es bueno cuando se vive en una ciudad tan acelerada como lo es Nueva York. Pero solo basta bajar la vista para que aparezca esta ciudad con sus estructuras inertes y vivas que la música acompaña y aliviana esa nostalgia que comprime un poco mi pecho.

A veces pienso que nada de eso fue real, que mi abuela, mi padre, esas calles de tierra, los barcos de papel, el mar de Talcahuano y su aire salino, esas viejas imágenes de Nueva York, tal vez fueron inventadas por mi mente para soportar las intensas emociones de una ciudad totalmente desconocida; y si, el presente es tan excitante que a veces me confunde. La ciudad que buscamos no siempre está en lo que vemos, también puede estar en nuestros recuerdos.


Photo by: Steven Guzzardi ©

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