Recuerdo el cielo sonriente de ese día, recuerdo que había un sol guapísimo recibiéndome. A mí lado en el avión; una rubia australiana que iba tres semanas a disfrutar de Buenos Aires, a conocer, adentrarse un rato en este pedacito de Latinoamérica. No hablaba español aunque tenía en su regazo un diccionario de inglés/ español que ojeaba a menudo con mucha cautela a la vez que con emoción. Yo hacia mi mejor esfuerzo para que me entendiese, ella por su parte trataba de que la entendiese a ella pronunciando en español algunas palabras que leía de aquel diccionario que tenía como amigo. Nos reíamos de cosas sin sentido y miramos juntas la última película de Jennifer Lawrence, intercambiamos conocimiento cultural con respecto a la Argentina, fue un momento grácil con una persona que no conocía de nada y que además no compartía mi idioma. Me sumerge en el mar de la sorpresa esa capacidad tan natural que poseemos los seres humanos de entendernos sin tanta complejidad, sin tantas encrucijadas. Tengo la certeza de que todo va más allá del idioma, de las fronteras, todo va más allá de lo que percibimos y de lo que palpamos, más allá de lo que creemos que sentimos. Es como si de pronto existiera otro universo dentro de nosotros que nos permitiera hacer conexión con los otros. Es como si nos encontráramos siendo todos de un mismo lugar, sin razas, sin orígenes, sin un pretérito, solamente con un hoy colmado de un montón de aprendizajes mutuos. Mientras yo hablaba con la australiana y ella conmigo no nos sentimos distintas, ni turistas, ni extranjeras, solo dos personas sin diferencia alguna. Luego de aterrizar, me despedí de la australiana y de su silente esposo. Me desearon éxitos. No hubiera querido dejarlos ahí, con un adiós a medio decir, porque las despedidas me parecen una noche sin luz de luna y por eso no me gustan. Hubiera querido seguir conversando con ellos, eran de esas personas que quisieras conocer más en profundidad, pero cada uno de nosotros tenía rumbos distintos. La mayoría de las personas que transcurren en nuestra existencia primaveral e invernal son efímeras, tan pasajeras que el adió que nos toca decirles arde sobremanera en la esquina débil del corazón. A veces los «hasta luego» solo sirven para alimentar la esperanza y la esperanza muchas veces se pierde y con ella todo lo que creías posible. Es triste sí, tan triste que llorar no logra consolar y lo único que queda es seguir caminando a pesar de las heridas.
Poco después me crucé con una pareja de brasileros que necesitaba ayuda para llegar a su destino. No sabían hablar español, pero yo entendía su portugués a la perfección y ahí estaba ayudándoles sin saber nada sobre Buenos Aires, sin conocer aún calle alguna, ni siquiera cómo llegar al lugar donde debía quedarme. La tecnología como buena amiga nos ayudó a ubicarnos. Google Maps hizo el resto. Me despedí de ellos en una estación del subterráneo y seguí mi camino. Era hora pico, todo parecía colapsar. Mis maletas volvían el camino más lento y el ajetreo hubiera podido ponerme de malas porque no es fácil moverse en lugares tan concurridos cuando se cargan muchas cosas, pero no, sucedió todo lo contrario. Iba con calma, disfrutando, respirando aire bonito, respirando libertad, respirando futuro. Era lo único que me importaba en esos momentos. Olvidé el cansancio del viaje, el hambre, olvidé toda la tristeza que me dejó salir de Venezuela. No fue fácil, pero esa es otra historia a la que por ahora no quiero dar prioridad porque no existe mayor satisfacción que escribir desde los colores y no desde los grises.
Pues sí, la albiceleste me saluda cada mañana en alguna esquina de esta ciudad. El acento ya lo siento parte de mí, el aroma exquisito de unas medialunas me alegran los sentidos al despertar, la diversidad cultural me acompaña cada minuto, y sonrío. Buenos Aires nunca duerme, pero sobre todo nunca termina. Demasiados rincones que visitar, demasiadas historias que escuchar. Y Venezuela… Venezuela no se pierde estando acá porque no hay sitio al que yo asista en el que no encuentre mi casa en un acento inconfundible, en un kiosco lleno de productos hechos en mi tricolor, en una bandera hermosa pintada sobre el nombre de un boliche o sobre el nombre de un restaurante. Y cuándo nos reconocemos nos damos un abrazo imaginario entre conversaciones y risas porque comprendemos que más allá de haber cruzado fronteras nuestras raíces nos llamarán siempre a la puerta del corazón. Es inevitable.
Photo Credits: Leandro Kibisz ©