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Roberto Ponce Cordero
viceversa

Volviendo a Comala

Publicada en 1955, la novela Pedro Páramo, del mexicano Juan Rulfo, constituye un momento particularmente canonizado de la literatura del siglo XX y, en el contexto latinoamericano, un hito al que se acude una y otra vez, como quien acude a una referencia imprescindible, a la hora de “hacer sentido” del devenir de la narrativa del subcontinente de los últimos setenta años. Las razones para esto son parcialmente extra-textuales, por supuesto: por una parte, el mito del autor que “dice todo” en dos libros de mínima longitud y después “se calla” le confiere a toda la obra rulfiana un aura especial de esplendor modernista (en el sentido anglosajón del concepto); por otra parte, y quizás aún más fundamentalmente, el hecho de que Rulfo claramente anuncie, en su prosa, las características estructurales, temáticas y estilísticas que, unos diez años después de la publicación de Pedro Páramo, se convertirían en supuesta “marca registrada” del tan endiosado boom, hacen que 1955 parezca, a posteriori, una suerte de punto de inflexión en el que se sepultó algo (el realismo de ímpetu social, por ejemplo) y se gestó algo nuevo (el “realismo mágico”, por falta de un mejor término).

Uno de los aspectos en los que la novela de Rulfo sintetiza una línea tradicional de la narrativa de nuestro subcontinente, pero para darle una nueva dirección, es la representación del patriarca. Pedro Páramo es, en efecto, no solamente un mandamás que, poseedor de un poder absoluto y basado en la injusticia estructural del “subdesarrollo” à la latinoamericana, explota a quienes padecen su dominio, sino que también es uno que parece reinar “sobre la vida y la muerte” de una manera mucho más literal que lo que el puro cliché implica, o en otras palabras de una manera mucho más literal que lo que el marco conceptual del realismo social imperante en la América Latina de la primera mitad del siglo XX permitiría.

Así, todos los personajes de Pedro Páramo –con la posible y, si acaso, solamente parcial excepción de Juan Preciado– están, de hecho, muertos desde un principio y, no obstante, incluso en su permanente penar parecen guardar un cierto respeto u odio rayano en el pavor por el dueño del pueblo, muy a pesar de que, en vista de que tanto los habitantes de Comala como el patriarca mismo son, precisamente, fantasmas, se podría pensar que ya nadie debería tener qué temer. Además, y para reforzar la noción de que el dominio de don Pedro va más allá de la mera explotación de rasgos económicos o sociales y se extiende al terreno de la vida y la muerte, el hecho en sí de que el pueblo esté lleno de muertos es consecuencia de una decisión trascendental de Pedro Páramo, quien, cuando su inalcanzable amada Susana San Juan muere y la población, sin saber nada de la tragedia, celebra un carnaval al mismo tiempo, opta por cruzarse de brazos y dejar que todos se mueran de hambre.

Ahora bien, el ejercicio del poder en Pedro Páramo difiere radicalmente del de algunas otras representaciones del patriarca o, por extensión, del dictador en la literatura latinoamericana contemporánea. En Los Sangurimas (1934), del guayaquileño José de la Cuadra, por ejemplo, el protagonista principal, “ño” Nicasio, comete no menos crímenes que don Pedro, procrea seguramente tantos hijos como él, y mantiene relaciones igual o más “mágicas” que las del patriarca mexicano con el más allá, pero también intenta, infructuosamente eso sí, fundar una especie de dinastía (representada, en esta obra, por la metáfora del árbol matapalo). En un caso quizás aun más pertinente, es decir el de Cien años de soledad (1967), del colombiano Gabriel García Márquez, la estirpe de los Buendía sobrevive incluso al patriarca originario y, si bien está fatalmente condenada a la soledad y, en definitiva, a la extinción, se extiende durante la centuria del título, por lo menos. En cuanto a los dictadores, quienes por obvias razones suelen ser representados de manera acaso más negativa que los patriarcas populares (piénsese en El Señor Presidente [1946] de Miguel Ángel Asturias, en Yo el Supremo [1974] de Augusto Roa Bastos o en La fiesta del chivo [2000] de Mario Vargas Llosa), se nota incluso en ellos una cierta convicción de estar haciendo el bien o, en todo caso, de ser la salvación de la población a la que, tiránicamente, y con mano por lo demás durísima, dominan.

Muy distinto es el dominio del personaje de Rulfo, por su lado. En efecto, y en una referencia nada velada a su apellido y, con ello, al propio título de la novela, Pedro Páramo se caracteriza por su improductividad total, por su falta de principios de ningún tipo, e incluso por su carencia de todo deseo fundacional o de constituir, por sí mismo, un “principio”: en suma, por su esterilidad de páramo. Esto, por supuesto, no obstante el hecho de que Pedro Páramo es el padre biológico de gran parte de la población de Comala, paternidad que él, sin embargo, y como en el caso de Juan Preciado, sistemáticamente desconoce. Para ponerlo otra vez en las palabras introductorias de Abundio (personaje que, para darle un cierre circular al relato, termina siendo también el asesino de don Pedro), “Como quien dice, toda la tierra que se puede abarcar con la mirada [es de él]. Y es de él todo ese terrenal. El caso es que nuestras madres nos malparieron en un petate aunque éramos hijos de Pedro Páramo. Y lo más chistoso es que él nos llevó a bautizar. Con usted debe haber pasado lo mismo”.

La completa negación de la futuridad representada por Pedro Páramo, esa radical improductividad que lo convierte en inicio de nada y en final de todo, se manifiesta también en su postura ante los vaivenes revolucionarios (postura oportunista donde las haya: “Ya te he dicho que hay que estar con el que vaya ganando”), así como en su personificación ad hoc de un sistema pseudo-estatal o legal (“¿Cuáles leyes, Fulgor? La ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros”) que, en última instancia, no llega a nada por su falta de continuidad. Y es que hasta la única posibilidad de continuidad que se presenta a lo largo de la novela es una obturada sin mayor pena ni gloria, o sea la de Miguel Páramo, pendenciero y abusivo hijo del patriarca que no muere ni siquiera por obra de la venganza de alguna de sus muchas víctimas sino, de manera mucho menos espectacular (¿o más?), a consecuencia de un accidente ecuestre.

Más allá de esto, la improductividad del dominio de Pedro Páramo está reflejada en la ausencia de toda pareja heterosexual funcional en la obra, cuya máxima expresión se encuentra, sin duda, en la serie de relaciones incestuosas de diversa índole que constituye, de hecho, uno de los ejes temáticos de la narrativa. Así, hay hermanos que viven como esposo y esposa, padres que desean a sus hijas, hijos que parecen desear más de la cuenta a sus madres, etc. Quizás más significativamente aún, el acto sexual no incestuoso es normalmente consumado por la vía de la violación o, como en el caso de la noche de bodas de Pedro Páramo con Dolores (a la que no va Dolores sino, en papel de impostora, Eduviges), no es consumado para nada. Finalmente, la única pasión heterosexual presentada en la novela que parece asemejarse a algún tipo de amor, es decir la que siente Pedro Páramo por Susana San Juan, es una basada más en la obcecación y en la proyección narcisista del deseo del patriarca que en una comunicación ya no sea horizontal sino, por lo menos, bilateral.

Esto lleva a Robert McKee Irwin a concluir su libro Mexican Masculinities con la tesis de que, en su improductividad total, el patriarca de Pedro Páramo no es tanto una excepción en la narrativa latinoamericana como un caso paradigmático de la literatura propiamente mexicana del macho de dicho país: “[Don Pedro’s] masculine power is by no means inherent, and is in fact quite superficial. Women who are afraid of him will submit to whatever he wants, but the woman he loves most, Susana San Juan, pays him no mind whatsoever and remains outside his control. […] His masculine power was a mask that served him well as long as everyone believed in it”. Del todo carente de base ontológica, pues, y más bien constituido por su iterabilidad en el discurso colectivo de las comadres –y de los compadres– de Comala, el poder improductivo de don Pedro no puede querer fundar nada porque por sí mismo carece, en definitiva, de todo fundamento.

Para un análisis del poder, incluso de “líderes” actuales, conviene volver de vez en cuando a Pedro Páramo

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