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Molokotov

Volver renacidas o el flechazo de Molokotov

En el Decálogo del perfecto cuentista, dice Horacio Quiroga: “No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas”. Por su parte, el talentoso Andrés Neumann asegura: “En las primeras líneas un cuento se juega la vida. En las últimas, la resurrección”.

No podemos estar más de acuerdo. El inicio de una narración ubica al lector en el devenir que está por darse, lo prepara y más que esto: instala una familiaridad y una disposición en sus ojos. La persona se siente así bienvenida, en buenas manos. Lee celebrando el encuentro, la coincidencia con la historia que ya la raptó. Es favoreciendo esta disposición que inicia Molokotov, segunda novela de Julieta Omaña, ganadora del Premio Internacional de Novela Breve Rosario Castellanos de 2020.

La primera página, que es realmente la bisagra de la historia, una instancia a la que (siguiendo a Neumann) volveremos renacidas, ofrece una mirada directa y efectiva al personaje principal, Dolores, quien se declara en culpa por tres motivos: amanecer en la cama de un hombre a quien se había jurado no ver más; romper la cuarentena durante una pandemia al dejarse llevar por el deseo; y faltar al padre, un hombre mayor que vive solo en un país en crisis, y a quien siente el deber y la necesidad de acompañar. Al abrir los ojos en aquella cama ajena y con estos tres pesares en la conciencia, la protagonista revisa sus mensajes en el celular y encuentra varios de quien en seguida se intuye se trata de la mucama o ama de llaves de la familia, en relación con la salud de su papá.

Así, en cinco, siete líneas, quien lee sabe que la protagonista es una mujer independiente y adulta: se queja de la creciente miopía que no le permite distinguir fácilmente su ropa interior y su blusa en medio de las sábanas revueltas por la noche acrobática previa, una noche que ahora termina así, ansiosamente. Se sabe pronto también que esta mujer es soltera y libre. Que sabe procurarse placer, se mueve eróticamente no solo en la cama sino en la vida, y habla sobre ello sin moralismos ni timidez: lo que le genera culpa no es amanecer en la cama de un hombre sino amanecer en la cama de ese hombre. Se conoce pronto también que la mujer vive en un país distinto al propio, se plantea la urgencia de viajar en plena pandemia y lograrlo será una odisea. En efecto, la heroína de la historia es periodista, ha emigrado desde Caracas a Ciudad de México por motivos políticos ligados a su profesión, y buscando reunirse con el padre enfermo luego de dos años fuera, sube a un vuelo humanitario del gobierno Venezolano (recordemos: la pandemia), que desafortunadamente al aterrizar en el aeropuerto costero de su país la termina desviando a los pasajeros hacia un hotel playero mientras se hacen accesibles los resultados de las pruebas de COVID 19.

Un zoom out y hallamos la mente tras la historia. La evidente y gran disposición plástica de Omaña, quien en las páginas que siguen maneja con maestría el desplazamiento entre tiempos narrativos, entre las contrastantes y a la vez dialogantes realidades políticas de dos países distintos, y que aborda tanto las manifestaciones íntimas de una problemática situación sanitaria global y sus consecuencias: la soledad, la desconfianza, el miedo; como la dura realidad del inmigrante que aún teniendo profesión y logrando desenvolverse en ella en el país de llegada (como sabemos cosa infrecuente: todo un lujo), vive cuestionándose la decisión de su partida, negociando nostalgias y apaciguando fantasmas mientras busca asentarse. A estas dos realidades hoy en día globales, Omaña enlaza con desenvoltura las ambivalencias pero también disposiciones ardientes de una periodista curiosa y honesta interesada por temas como la violencia física, la tortura, los sistemas mafiosos de los países que le incumben, y que va al fondo no solo de los temas que investiga sino de sus propias dudas y oscuridades. Una mujer que hasta no ver luz en cada cuestionamiento-túnel, no queda tranquila.

Es leyendo en claroscuro que un lector o una lectora se reconocen a sí mismos en los personajes; es entendiendo que ellos también dudan, explorando sus opacidades y visitando sus temores, que se sienten identificados con ellos. Al investigar sobre un preso político venezolano en la cárcel La tumba, Dolores cuenta: “El verbo “torturar” viene del latín “torquere”, que significa “torcer”: aquella dislocación o torcedura que se le mete al cuerpo para tratar de doblegar el alma y el espíritu. Pero para torturar debe haber cierto elemento de goce y maldad en el victimario” (26). La curiosidad de Dolores no es vacua. Más adelante mira de frente y se cuestiona su propio: “…morbo por evidenciar cada aspecto de su estadía [la del preso político] en la Tumba. Sentí cierto goce en sus palabras. Quizá un placer de saber que no era la víctima, de comprender que todo aquello era real y que yo no lo padecía en carne y alma. Una especie de regocijo al acceder de primera fuente a toda esa información, pero al mismo tiempo cierto alivio de que esta vez la víctima era otro” (27). Reconocer esta clase de curiosidad descarnada y hasta cierto punto egoísta pero tan humana, requiere valentía y una contextura moral sólida. Y es allí, decíamos que en esa opacidad, que ocurre la identificación poderosa con la historia.

Así mismo, sin fragilidades o nostalgias automáticas, y cuestionándose desde la aceptación y el disfrute, Dolores aborda su experiencia como inmigrante: “es impactante llegar a otro territorio latinoamericano, un país tan complejo, con tanta pobreza, con mugre en las calles, pero donde las cosas de alguna manera marchan, donde los jóvenes todavía pueden disfrutar de sus espacios públicos de día y, sobre todo, de noche” (41) “Los venezolanos en el extranjero empiezan a practicar una cierta solidaridad… Nos vemos obligados a reconstruir nuestros circuitos, a conectarnos con aparente espontaneidad. Con los chilangos es un poco más difícil penetrar, al menos que sean personas particulares, con cierta amplitud, una especie de extranjeros en su propio país” (42).

Sobre la experiencia de extranjería, la condición de inmigrante, también dice: “Temo quedarme pegada a una existencia que quizá́ jamás regresará y siento que todavía estaba (y aún estoy) a tiempo de empezar de nuevo…Cuando nos encontramos embotados en un contexto tan terrible como el venezolano, se nos imposibilita la visión ulterior, ver más allá́ de lo que nos rodea. Esta situación se torna compleja cuando la nueva circunstancia y los novedosos contextos parecen casi tan ominosos como la realidad que acabas de dejar atrás. Pero así́ me tocó. De alguna manera lo escogí́ y así́ debí́ enfrentarlo” (92).

La protagonista está determinada a conocer más sobre México y lo explora con deseo y asombro, relatando su experiencia in situ y describiendo lo que investiga sobre cada uno de los lugares. Desde sus museos predilectos (el Universitario del Chopo, el Claustro de Sor Juana, el Palacio de Lecumberri, una antigua cárcel), hasta Tepito “el barrio que existe porque resiste” y el cabaret Barba Azul de la colonia Obrera, donde quien lee halla una nueva oportunidad de atestiguar la porosidad y la fluidez con la que Omaña traspasa y enlaza membranas narrativas, y su personaje Dolores se enfrenta al mundo abierta a él, sin juicios: “esa noche sentí́ que las fronteras se borraban y se mostraba el andamiaje debajo de las estructuras de vida … Esa noche, en plena pista de baile, Margarita llevó mis manos sobre sus senos y las restregó́ con suavidad. Luego me besó, como si yo se lo hubiese pedido” (50). “Fue un momento de mucha sensualidad y desborde donde el azar me hizo reflexionar durante varios días sobre lo auténtico y lo heterogéneo, acerca de los linderos y nuestra realidad” (51).

Así como Dolores busca entender los andamiajes bajo las estructuras de la vida, así mismo Omaña transita el texto sin intimidarse ante los materiales que maneja con destreza. Del Festival Gastronómico de Morelia en Boca y la voz de un chef explicando las bondades del ike-jime, la manera más efectiva y compasiva de sacrificar a los pescados, salta a la memoria de un padre en luto por la muerte del hijo en una manifestación política venezolana: “Sin poder evitarlo, inundaron su mente múltiples imágenes de aquel doloroso día en que una bomba lacrimógena lanzada a quemarropa golpeó el cráneo de su hijo Gabriel, fracturándolo de un lado y creando un gigantesco edema que inflamó su cerebro de tal manera que éste perdió total conciencia y sentido de la realidad en cuestión de segundos… A diferencia del mamífero acuático del Japón a quien desangran rápidamente a borbotones para evitar el sufrimiento y lograr intacta la calidad suave y mantequillosa de la carne, a Gabriel se le contrajeron por unos instantes todos los músculos, cavidades y órganos de su cuerpo por la inflamación encefálica… Lo que sí tuvieron en común ambas víctimas fueron las convulsionadas contracciones, que emulaban el mal de san Vito, por causa del impacto letal: movimientos sinuosos y fuera de control que duraron unos segundos, pero que arrastraron una fuerte ola de vitalidad engañada” (55). El festival gastronómico, la experiencia culinaria japonesa y la memoria de esta muerte trágica, eventualmente ofrecerá a Dolores la posibilidad de entrevistar a la madre del joven asesinado en ocasión de su visita a CDMX. A ella la escuchará compasiva pero contenidamente, con ella tomará un tequila y compartirá como puede el dolor.

Y es que esta es una novela de aventuras inteligentes que convierte a la protagonista incluso en extra de la serie Narcos. Experiencia que la lleva nuevamente al Barba Azul, y que la aproxima a Javier, el hombre colombiano que se convertirá en su amante, el hombre con quien amanecerá en plena pandemia una mañana de resaca. Pero no aún, por ahora Dolores es la actriz de tercera fila que una noche joven actúa los besos y al final se deja actuar por ellos: “Entre la magia de la filmación y los tequilas del Barba Azul, la marihuana, y la seductora sincronicidad de besarnos esa noche antes de habernos conocido, pasamos de lo lento y romántico a lo duro y salvaje, donde nos mantuvimos durante prolongadas horas” (74).

Es intentando ponerse al día con la coyuntura mexicana, que Dolores investiga los feminicidios del norte y su relación con el narcotráfico, en los que dice haberse interesado inicialmente a través de la novela 2666 de Roberto Bolaño. Así Molokotov va abriendo ventanas. Omaña se vale de referencias literarias con naturalidad y frescura, con la plasticidad que es su territorio: de Bolaño saltará al feminicidio en Jalisco “tierra del tequila y de otros importantes productos mexicanos legales e ilícitos”, y allí terminará reconstruyendo la historia de una muerte. Una historia oscura que se le aproximará de manera inesperadamente íntima, pues hallará conectada a los negocios de Javier. “Me sentí de repente entre dos mundos que me rechazaban: la realidad venezolana y la mexicana, como si la búsqueda de una historia verosímil hubiese sido mi castigo. Como si nadie debiese tener acceso a la coherencia y a una trama palpable. También me invadió un sentido de soledad inesperado. Había logrado con Javier una mezcla perfecta entre pasión y camaradería.”

Volvemos al inicio, a la bisagra desde donde abre la historia, cuando después de la separación, la protagonista se re-encuentra con Javier, amanece en su cama con tres motivos para la culpa. Eventualmente viaja a Venezuela, se reencuentra con su papá y la vida le ofrece la oportunidad de hacer memoria y cuenta de los últimos años para reconectar consigo misma y de cierto modo renacer. Diría Neuman, la resurrección ha ocurrido: “Ahora sólo queda en mí tratar de rehacer esta vida que hoy aparenta ser caduca y ensayar conseguir un destino alejado del vértigo y del horror o, a pesar de ello, refundar un propósito del presente y de lo que está por venir. Buscar un sentido para enfrentar cada paso cada día: momentos de alivio para poder continuar.”

La heroína se me hermana leyendo esta historia. El flechazo del inicio no tiene vuelta atrás.


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