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Voces de papel

Hoy me crucé con un exalumno. Él iba a pie, a contramano. Yo, en auto, así que no alcanzamos a saludarnos. En su rostro estaba toda la tristeza y todo el abatimiento. Caminaba encorvado, con sus treinta que parecían sesenta.Recordé cuando fue mi alumno, hace diez años. Recordé su alegría, su ilusión… y «Los heraldos negros», de Vallejo. Aquella primera estrofa resonó en mi mente con la claridad y precisión de un rayo:

Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma… ¡Yo no sé!

Personalmente tengo esta cualidad de ser asaltado por las palabras cuando menos lo espero.Cualquier circunstancia se constituye en pábulo que genera la epifanía de algún discurso que me habita. Uno no termina de sorprenderse al saber que es el hogar de tantas voces, en ocasiones hasta olvidadas.Luego de semejante experiencia, suele sobrevenirme un silencio que puede durar incluso días, y al cabo me pregunto: ¿qué poder tiene el verbo para convocar de tal modo su propia ausencia?

En un magistral relato de Nerea Riesco titulado Ser otra persona, la protagonista, Silvia, recibe una carta de su hermano Mario en la que le dice: «Todos nacemos con un número limitado de palabras y si las utilizástodas te quedás mudo». En ocasiones ocurre que la potencia de un texto interior tiene tal facultad de absorber toda posibilidad discursiva que nos deja sumidos en la más absoluta escasez de signos. Entonces comprendemos que hemos traspasado un lindero existencial.

En mi caso hace rato que crucé el término de mi parcela existencial, que vivo el exilio interior de habitar entre libros y cavilaciones teóricas—con el fin de mantenerme frágilmente a resguardo de una realidad desahuciada—. Por consiguiente, no es de extrañar que me acompañen las voces de papel, allí donde ya no pueden las de carne y hueso. Alguien quizá me recrimine cierto grado de locura, pero… ¿acaso no es mayor demencia atender los dobleces verbales de tanto político papirofléxico? Si el tiempo que se malgasta en escuchar a estos redomados embusteros se invirtiera en leer, se acabaría la ingenuidad de las masas y con ella el imperio de los necios, pues —hay que decirlo claro— un pueblo inculto solo puede engendrar alimañas políticas.

Volvamos a las voces de papel, por favor. Decía que ellas tienen la propiedad de juntar el presente con la eternidad del verbo.En aquel rostro apesadumbrado de mi exalumno pudo encarnarse cualquier otra voz, y estoy pensando en un certero verso de Juan Gelman: «cuando pasabas con tu otoño a cuestas», pero fue la inmortalidad de Vallejo la que se manifestó. Será un misterio saber por qué ciertas palabras nos eligen, por cuál caprichoso motivo un trozo de vida tiene un discurso rector.

La madrugada que murió mi padre un vecino —cosa rara a esas horas— tocaba al piano el adagio del Concierto de Aranjuez, de Joaquín Rodrigo. Yo esperaba en el porche de la casa mientras mi tía improvisaba la ida al hospital para encontrarnos con mi madre. Mis piernas temblaban por el frío… quizá, y al compás de la melodía repetía en mi mente los únicos versos que a mis catorce años sabía: «Nada te turbe; / nada te espante; / Todo se pasa». Eran parte de un poema de Santa Teresa de Jesús, más largo, que mi padre rezaba en voz baja cada tarde a las cinco. Alguna vez he dicho que aquella noche me asaltaron tantas preguntas como bandoleros… pero aquel trozo de poema me salvó del naufragio.

Personalmente estoy convencido de que es una fortuna escuchar las voces de papel al unísono del toque a rebato de las campanas. Hay instancias de la vida en que esta nos planta cara. Son esos momentos que quedarán en la memoria, nos guste o no.En mi caso se trata de una remembranza bordada por las palabras.A cada acontecimiento corresponde una epifanía verbal… y un silencio profundo. Es el misterio del lenguaje hecho carne con mi nombre y carné de identidad.

Hace unos días escribía a una amiga diciéndole que últimamente me descubro más silencioso que de costumbre. Ciertamente no podía ser de otro modo, porque cuando nos asedia el horror de la estupidez revirada y vuelta barbarie, solo queda hacer silencio para escuchar el discurso eterno —y por tanto triunfal— de las voces de papel, que musitan aquella sentencia agustiniana: «la verdad no grita con los labios, susurra en el corazón». Quizá nada haya más temible que tal murmullo.

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