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Estefanía Maqueo

Vivir con 100

Te levantas, tomas un café (si lo hay) y te vas a trabajar. Vas al metro, pagas con un billete de 10 para un pasaje ida y vuelta y caminas hacia el tren. Escuchas murmullos a tu alrededor; algunos cuentan lo que les ocurrió en la noche, la falta de luz o agua en el hogar, o la pelea con su pareja. Llega el tren. Te aprietas contra el cuerpo de los demás para poder ingresar en el vagón sin aire. Siguen los murmullos. Quizás, a los lados, puedes ver a alguien leyendo El arte de la guerra de Sun Tzu y te preguntas qué estará pensando a las siete de la mañana.

Las puertas del vagón intentan cerrarse pero los usuarios no lo permiten. Están hartos de esperar. El operador se escucha dentro del vagón, obstinado, repitiendo las mismas palabras de todos los días: “Por favor, permita el cierre de las puertas. Recuerde que, si las puertas no cierran, el tren no podrá continuar en movimiento y usted llegará más tarde a su estación de destino”.

Sientes como tu cuerpo se aprieta en un intento de que la puerta del vagón se cierre. Por fin lo hace aunque, en ocasiones, necesita de la ayuda de las manos de alguien.

Empieza el calor y el sudor. Las quejas están en el aire: la situación país, los hijos, el dinero, etc. Alguno escucha música con sus audífonos en un intento de aislarse, mientras que El arte de la guerra sigue leyéndose.

Llegas a tu estación de destino. Entre empujones y protestas sales del vagón y respiras el aire fresco que te permiten las paredes de color blanco y rojo. Como es época decembrina, puedes ver un pequeño nacimiento que decora el lugar, pero nadie le presta atención puesto que la marea de gente te conduce hasta la salida. No tienes poder de decisión.

Agarras tu cartera o bolso fuertemente. Has llegado a la calle y debes tomar la camioneta. Observas a los lados, ansioso. Te encuentras un grupo de mototaxistas cerca de la parada, quienes te ofrecen una carrera hasta tu lugar de trabajo por 1000. “Demasiado caro”, contesta alguien. “Pues yo sí me voy con ellos, no me calaré esa cola”, dice otra persona. Algunos los ignoran. Total, es el día a día.

Has llegado a la parada. Escuchas al conductor que empieza a gritar: “El pasaje vale ahora 100”. Te molestas pero no puedes hacer nada, te has acostumbrado a vivir así. Subes entre empujones. Si hay algún caballero (poco probable) cede el puesto a alguna chica. Mientras tanto, debes aguantar la salsa a todo volumen, el roce del cuerpo de los usuarios alrededor de tu cuerpo y las conversaciones que ya habías escuchado en el metro. Si tienes suerte, alguien estará leyendo Crimen y Castigo de Dostoievski.

De repente te asalta una preocupación: “¿Tendré 100 en la cartera?”. Indagas en los bolsillos y no hay nada. Buscas en tu cartera y, milagrosamente, aparece un billete.

Pero hay algo raro en el ambiente. Observas el transitar del autobús por las calles y ves colas en todos lados. Ni siquiera hay un supermercado cerca ni bachaqueros por doquier. En cambio, ves bancos y te sorprendes. ¿Será que la gente tiene dinero y tú no? Pero no es así, ha llegado el martes negro a Venezuela, el día donde el país se paraliza por completo y las personas buscan desesperadamente tener efectivo y deshacerse de los billetes de 100 que tienen en la cartera. Porque vivir con 100 ya no se permite.

Sin embargo, sigues tu recorrido. “A otra hora iré al banco, no aguantaré esta cola”, piensas, pero no es así. La cola seguirá a toda hora en este día, porque más domina el desespero por encontrar dinero (en especial cuando el lunes fue bancario) que la racionalidad. Efectivamente, Utopía de Tomás Moro se hubiese podido escribir mejor en esta época y contexto.

Llegas a tu destino. La cabeza te duele de tantas reflexiones en un trayecto de quince minutos, pero las olvidas por el trabajo que tienes pendiente. Vas donde el conductor, le entregas el billete de 100 pero te dice: “Mija, ¿acaso usted no sabe que ese billete ya no se acepta? ¡Pague con otro billete!”.

Vivir con 100 ya no es posible. Y eso que, el día anterior, era el billete de mayor denominación. Ya sabes que te toca ir al banco y hacer la cola que tanto estabas evitando.

Bajas de la camioneta y guardas el billete de 100 en el bolsillo. Ahora tienes un papel sin valor. Para algo servirá, quizás para contarle algún día a las generaciones futuras que en un momento ese era un billete con el que hacías un viaje en autobús.


Photo Credits: Diego Torres Silvestre

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