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fabian soberon
Photo by: Jelle ©

Visita

Uno de sus hijos la siguió como un pájaro salido de su jaula. Controló el pulso, midió el aire de su boca, tomó en su mano el resoplido intacto, escuchó los latidos hirientes y comprobó que el corazón galopaba como animal despierto. Todo estaba en su lugar. Y el reino de lo vivido se removía nuevamente entre las paredes de la casa.

Las visitas eran escasas pero hubo una que modificó su estado de ánimo. Una amiga de la iglesia le trajo un ramo de flores. Estas eran de verdad, tenían el perfume insólito y extendido de los jazmines, ese perfume exuberante y blanco que anuncia la primavera como un ladrón de los recuerdos. Y el llanto se disparó frente a las hojas que tiritaban en sus manos: evocó la figura quebrada de su padre antes del fin. En una cama, un cuerpo arrugado y tembloroso, hermanado con el desastre, la muerte inminente como una boca delgada y torpe que lo tragaba. El viejo trataba de incorporarse y el Parkinson como un enemigo no lo dejaba. La imagen se borró por una palabra de la hermana. Así la llamaba, hermana.

La mujer le contó historias de muertos y de vivos, le habló del valor de la verdad, de la eternidad de ese hombre que fue crucificado. Ella reconoció su fe, su postergación frente a la efímera fugacidad de la existencia. Hablaron de tiempos perdidos, de las visitas a la iglesia, de los pastores idos. Ella dijo que los ancianos eran los referentes, la autoridad que nadie buscaba.

La hermana la escuchó en silencio y se fue contenta porque había percibido una incipiente sonrisa en medio de la triste figura de la tarde.


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