Nueva York se convirtió para los habitantes de Beacon en un centro de trabajo, placer y aprendizaje cultural y artístico; de socialización y construcción de redes. Ir a Nueva York (“the city”, como la llamábamos) era una experiencia atrayente pero abrumadora. Para mí se transformó en una especie de meca. Los viajes a la ciudad eran una combinación de consolidación de mi clientela y placer de contacto con el arte y, al mismo tiempo, de encuentro con amigos y goce de la vida en soledad. Había pocas cosas que pudiera disfrutar tanto como el viaje en tren, las caminatas sin destino fijo o el rato en el café saboreando un capuchino descafeinado y una masita. Tanto el primero como el segundo eran oportunidades para leer y escribir (y trabajar, tanto para disfrutar como para contribuir con dinero para la casa).
Pero los viajes a Nueva York tuvieron que interrumpirse intempestivamente por dos razones: mi hemorragia cerebral, y la súbita y rápida expansión del contagio del COVID 19 en Nueva York. Como muchos países, desarrollados o no, Estados Unidos tardó en reaccionar, y Nueva York (una isla pequeña cuya densidad aumenta desmesuradamente gracias a los trabajadores suburbanos y a los turistas internacionales) fue una de las ciudades que más padeció la epidemia.
Cuando empezó a propagarse la enfermedad en todo el mundo, la epidemiología recolectó información acerca de las personas enfermas (“morbilidad” en la jerga profesional) y muertas (“mortalidad”). Con la información recabada construyó una curva. Las personas con complicaciones, que murieron por falta de elementos para tratarlas, representan el 16% de la población, es decir, un pedazo chiquitito de la curva. Sin embargo, dependiendo del número total de habitantes, los números absolutos varían: podrían ser, por ejemplo, 16, 160, 1.600 o 160.000. Además, si tomamos ese pedacito y lo miramos de cerca, representa el centro de un mundo mucho más grande que el espacio que ocupa en las estadísticas y en nuestra mente.
Súbitamente, la pandemia se convirtió en el mayor enemigo y, por eso, provocó miedos y ansiedades y fue motivo de conversación y de chistes (las redes sociales se inundaron de charlas, de algunas discusiones encarnizadas y de expresiones de afecto y de apoyo). Por eso, fue motivo de rivalidad, egoísmo, desconsideración e impiedad, pero también fomentó la solidaridad y la generosidad: las comunidades reaccionaron y, así, estrecharon sus vínculos.
Las expresiones de afecto y la transformación gradual de vecina en amiga también se frustraron. Los Gobiernos se vieron obligados a detener el avance de la infección, con lo cual todo lo que significara presencia física – y el riesgo consiguiente de contagio – se desalentó o prohibió. Estas medidas llevaron al recurso de métodos antes criticados, que sirvieron para dar continuidad a los vínculos ya existentes y para consolidarlos a pesar de la distancia. Lo que antes se veía como promotor de la falta de contacto físico y del desafecto ahora mostraba su lado positivo. Además, la ausencia, que antes se consideraba que favorecía la agresión y la ruptura (y, en último término, la intimidación), se vio, en cambio, como causante de la pérdida de inhibición.
Por su rápida propagación y su virulencia, el COVID 19 representó una prueba de fuego para los Gobiernos: de acuerdo con su actitud hacia la propagación del contagio, estos mostraron su falta de interés por sus ciudadanos o su preocupación por ellos. Igualmente, la pandemia puso en evidencia el lado oscuro del capitalismo que los Estados Unidos se habían afanado en ocultar: la irracionalidad de la compraventa de acciones, la dependencia económica de los Estados de la fluctuación de la Bolsa (porque, al hacerse públicas, las empresas se convirtieron en mercancía y, entonces, su inminente caída prometía la recesión), los cambios producidos por la privatización (la desaparición de la acción del Estado como garante de los derechos de los ciudadanos y de los derechos de agremiación) y el cambio progresivo hacia la economía informal (que supeditó a muchos trabajadores a los ingresos diarios, con lo cual la pérdida del trabajo significó la pérdida de ingresos y del acceso a la salud).
Todavía no se puede predecir qué nos espera, pero es posible llegar a una crisis de alcance internacional que nos lleve años remontar (aunque una se resiste en ver esos resultados). Por otro lado, la pandemia tiene un impacto tan fuerte que, seguramente, sus secuelas seguirán vivas en nuestra memoria, así como en la memoria de nuestros hijos: imágenes impresas en la mente, prácticas automatizadas, vocabulario incorporado. Una amiga mencionó la plaza vacía y las hamacas precintadas; otra se refirió al silencio que perforaba los oídos. Desaparecieron las salidas recreativas, las cenas placenteras. Las medidas se convirtieron en tema constante de conversación: por más que intentáramos evitarlo, invadía todas las charlas y, además, eran el asunto del humor que circulaba por todos los medios. Gradualmente, su vocabulario se incorporará en nuestro idioma.
La comunicación por video-llamada nos resultará algo natural. Las expresiones de afecto y el apretón de manos como forma de saludo se eliminarán de las costumbres sociales. Al llegar a la edad mediana y la vejez, nuestros hijos conservarán algunas de las prácticas, como el “abrazo de aire” y el choque de codos como saludo, y evocarán las imágenes que habrá dejado la pandemia, como la curva descendiente del precio de las acciones y los efectos de la desocupación.
El miedo gobernará nuestros actos: siempre es posible que los virus muten y los animales los transmitan; siempre es posible otro COVID 19. ¿Significa eso que nuestra conducta hacia los otros cambiará? ¿Cambiará la calidad y profundidad de las relaciones sociales? ¿Cambiará el comportamiento de los Gobiernos?
La pandemia parece ser la señal de un cambio definitivo en nuestra vida en la tierra. En vez de un suicidio involuntario, tenemos depredadores microscópicos. Y, por ahora, parecen ser muy eficientes. Sin embargo, parece que, por ahora, hemos aprendido mucho de esta experiencia. Ojalá sea así.