Eran las dos de la madrugada cuando llegué al hostal. Arrimé mi mochila junto a la litera, entré sigiloso, otros cuatro dormían en la habitación número uno del cuarto piso. Salí sin demora, bajé las escaleras y respiré la calidez del caribe por las calles del Viejo San Juan. Recorrí San Francisco desde la Plaza Colón hasta San José. Allí encontré un bar, me detuve, pedí dos cervezas, una para mí y la otra para mí en tres minutos y medio. Me senté lejos de la barra, saqué mi recién estrenada libreta de notas y esparcí un par de garabatos en sus hojas paliduchas. No pasó mucho rato y se sentó junto a mí un muchacho moreno, de frente ancha, y ojos esquivos. Sacó un mapa y lo desparramó sobre la mesa, desenvainó el lápiz que llevaba colgando entre los botones de la camisa y en siete minutos dibujó todos los pormenores y atractivos de la ciudad. A mí no me interesaba mucho saber tanto detalle, le pregunté donde podía conseguir algo de fumar. Me miró como dudando, pensó por unos instantes y perdió la vista en la puerta que daba a la calle, luego me volvió una vez más la mirada y finalmente me dijo… “La Perla”. No alcancé a indagar, me distrajo la sonrisa radiante de una morena de cuerpo esculpido. La hallaron mis ojos moviendo sus carnes al sonar de un bongó. Hablamos cosas que no pude retener en mi memoria, sus ojos me mantenían hipnotizada la conciencia. Le robé un pétalo del sabor de sus labios, y acomodé sus caderas apretadas entre las palmas de mis manos. Mas la noche se fue diluyendo y cuando finalmente el velo del día estaba por aclarar el manto debajo de las estrellas, ella se llevó su figura por entre las sombras, no volví a verla. Siguió de todos modos la música sonando detrás del mesón.
Al siguiente día caminé al Castillo San Cristóbal, subí a la planicie más elevada del fuerte y mientras caminaba deleitándome con las magníficas estructuras, vi de reojo en la distancia, un puñado de casitas coloridas guarecidas unas sobre otras. El lugar se divisaba en el centro, casi equidistante, entre los dos fuertes que vigilan la ciudad, el Morro y el San Cristóbal. Las olas bañaban la planta de los pies de las casitas y colindaba al oeste con el cementerio Santa Maria Magdalena de Pazzi, el único de la ciudad. Hallé su perspectiva tan llamativa que me perdí robándole fotos desde la azotea del castillo. Rebusqué el mejor ángulo de toma y desperdigué el gatillo de mi cámara hambrienta de siluetas sobre el mar. Cuando no encontré más perspectivas, me fui presuroso a sacarle fotos más de cerca, le di con mi arma de hacer retratos las que más pude desde la calle que rodeaba la población. No parecía haber forma de entrar al área donde estaban las casitas, todas construidas tres o cuatro pisos más abajo que el nivel de la calle y separadas por un muro que rodeaba de cabo a cabo su vista principal. Entre caminata y fotografía, llegué al otro extremo de la ciudad. Subí el segundo castillo, San Felipe del Morro (el Morro), y repleté la tarjeta de la memoria con los maravillosos ángulos que se moldeaban entre las humildes casitas, el mar que suave deslizaba sus olas tiernas a las faldas del lugar, y el fuerte San Cristóbal desvaneciéndose en el fondo de la pantalla. Mientras caminaba entre los dos fuertes me crucé con un recinto de policías, me acerqué a la que yo creo ha de haber sido la más atractiva mujer en uniforme de la que yo tenga memoria. Le pregunté por la población de casas coloridas, ¿Cómo se puede entrar? Me respondió que allí solo entran los valientes. “Ese es un barrio de alto riesgo, es peligroso que entren turistas, si lo haces por favor no lleves tu cámara, y se lo más prudente que puedas” Respondió la mujer. “Esa es la Perla”, terminó diciendo mientras ya me iba.
De regreso, deambulando con mi cámara ligera de fotografía por el paseo La Princesa, casi llegando al municipio, el deleite en mis tímpanos bienaventurados me forzaron a detenerme. Un rasgueo de cuerdas de guitarra seguía la voz bien acomodada de un cantor imitando a Sabina. “Hola y adiós” escuché. Entré al lugar y me senté frente al bar. El regocijo fue corto, llegué a la última parte del show. Salí de ahí sin saber cómo ir de vuelta al hostal, pero seguí el sonido de una segunda banda que me llamaba en la distancia. Allí un hombre en el fondo de un patio, frente a un bar, y sin muchas almas celebrando su presencia, cantaba a Rubén Blades. Su ritmo era implacable. Salí del lugar después de tres cervezas y más de 10 canciones. A unas cuadras, un muchacho de vaina clara y anteojos de marcos negros, llenaba de jazz con su saxo la esquina entre Tetuan y San Justo. Lo miré por unos instantes y mientras lo dejaba en la distancia, me topé con otros dos, cada uno a unos 20 metros del otro, sacándole chispas a las guitarras por monedas de turistas que poco y nada de atención prestaban. No alcancé a llegar al hostal cuando en una de las callecitas adoquinadas escuché como se escapaban los armónicos de una guitarra por entre los ventanales de un restaurant/bar. Una luz blanca e insidiosa iluminaba los semblantes de los transeúntes dentro del lugar, los hacia ver más ojerosos, más avejentados. Entré con mi curiosidad por delante hasta alcanzar el bar, pedí un vino tinto a una de las señoras detrás de la barra, y le acaricié el orgullo asegurando lo linda que me parecía esta ciudad. Ella se sonrió y me dijo “Y pues, también somos muy simpáticos”. Me senté frente a la banda, donde la luz era más tenue y los rostros no me parecían tan descalabrados. Domando las cuerdas, un hombre de sonrisa ancha, melena ondulada y un vozarrón que afiló los engranajes en los tambores de mis oídos. Era Ronald Rosario Enriquez. A penas me senté interpretó a Silvio Rodríguez, lo siguió El Negro Bembón y terminó esparciendo sabiduría puertorriqueña con música criolla. Bongos, güiros, maracas y palitos. Todos acompañando el rasgueo de las cuerdas de la guitarra y la voz de Ronald. Este pueblo se llama música.
Esa misma noche me acomodé mis mejores pelchas que no dejaban de ver mucho de elegancia, partí con la sed que merece una aventura, y me encontré con un poco más que eso. En el medio de la noche, después de muchas más copas y a continuación de haberle coqueteado sonrisas a más de tres cinturas, me senté en un bar hediondo a cerveza a intercambiar historias con dos músicos puertorriqueños. Uno me habló de su pasado en Los Angeles, de historias con músicos chilenos olvidados en el exilio mientras Pinochet mataba a los que no alcanzaron a escapar. Narró la memoria de Oscar López Rivera, un puertorriqueño miembro de la Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN) que en 1981 fue arrestado bajo cargos de sedición. Es el preso político que más tiempo lleva detrás rejas, 34 años. El otro, músico heredero del ritmo de su padre, baterista, me habló de una población al norte del Viejo San Juan, cuna del reguetón y hogar de muchos de sus más conocidos representantes, me dijo que el lugar se llamaba “La Perla”. Me preguntó si me interesaba conocer. Imaginé las casitas amontonadas en aquella ladera rodeando el mar, recordé lo que me dijo la mujer policía, titubeé, y después de seis segundos de duda, dije; “¡me encantaría!”. Caminamos ladera arriba, me dijo que La Perla no era un lugar común, que no existían reglas, que los policías no entraban, que por lo menos teníamos que comprar algo de fumar, que era la regla, que no podía sacar fotos y que fuera prudente. Yo estaba entre aterrado y emocionado pensando en lo que iba a encontrar. En eso llegamos a la muralla que divide la ciudad y sus leyes de La Perla y sus costumbres. La música, claro, fue la primera en salir a saludar.
La Perla terminó siendo no más o menos impactante y a la vez cotidiana, que uno de los muchos barrios marginales de nuestros pueblos a lo largo y ancho de América Latina. Compramos algo de fumar, compramos papel de enrollar, nos sentamos en una banca en medio de la población y nos preparamos a quemar el pasto seco. Nadie nos miró extraño, como nadie nos dijo nada insolente, ni menos, nos sentimos nosotros bajo ningún motivo amenazados. Este, es también mi barrio. La barriada marginal es una forma fundamental de nuestra cultura. Existe no por accidente, ni por falta de recursos, existe porque existimos. La cultura marginal, la del paria, la que representa todo lo opuesto a la cultura ideal de occidente, es no más que uno de los no deseados resultados que conlleva la desigualdad como estructura de gobernación. Existen, por supuesto, blanco y negro en estos barrios. Cosas buenas y malas, justicias e injusticias. La marginalidad, debido a la visión desnutrida que se tiene del futuro, conlleva a adaptar formas y conceptos extremos a su diario andar, pues parecen ser los más efectivos en inmediato plazo, que es donde se vive la necesidad. Así, muchos se dedican a ganarse la vida en rutinas fuera del ojo de la ley. Sin embargo, existe en esta cultura arraigados conceptos de lealtad, compromiso y comunión, cosas que en occidente brillan por su escasez. Y la música, es claramente, el emblema, la forma de expresión, su voz al mundo exterior.
Al amanecer del siguiente día, fui a dar la Plaza de Barrandilla. El pueblo en la calle reclamaba, “No a la junta del control fiscal”. Salvador Allende se paseaba por la plazuela estampado en la camisa de un joven que cargaba un trípode en su hombro derecho. En el reverso de la camisa leía “Ser joven y no ser revolucionario es una contradicción biológica”. Sin duda, la diosa música efervescente en las almas de pueblo volvía a manifestarse, esta vez en forma de protesta. Cuatro hombres, una mujer; ellos armados de una guitarra, un cuatro, una caja, un güiro, y tres voces vociferando con ritmo soberbio el rechazo de las nuevas reformas que apuntan a extender y hacer más criticas las medidas de colonización de la isla. La conciencia puertorriqueña, su resistencia, su innegable vínculo con la historia de revolución en Cuba, su vida pasada, los sueños que aun añoran luz de independencia, la guitarra, la percusión, y de ellos, la madre que parió a este pueblo, la música, todos reunidos al tacto de mis ojos.
Una vez más despuntó la noche con su hábito negro a cubrir las calles del Viejo San Juan. Una vez más partí a amasar las calles con mis suelas desnudas. No habría sido más de veinte minutos de caminata cuando me topé con música flamenca, dos “bailaoras”, un “cantaor” y su guitarra esparciendo sentimientos por la Plaza de Hostros. Me quedé mirando un buen rato. Embelesado con la guitarra y cautivo de la ligereza de las mujeres sobre el tablón. Luego partí a otro bar, también había flamenco, un español con acento andaluz, otras dos mujeres taconeando la madera y embistiendo las ondas con el golpeteo nítido de las castañuelas. Parecía como si la música nunca amaneciese en esta ciudad, siempre se la haya celebrando, con el caribe entre las pestañas y al son de un tambor. En mi incansable deambular por las calles del Viejo San Juan, encontré música y con ella, amarrada a la cintura de la música, moviéndose con ella, encontré a Puerto Rico.
Photo Credits: Ricardo’s Photography