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judith filc
Photo by: Marco Verch Professional Photographer ©

Vida y muerte

En diciembre de 2006, mi mamá me llamó de la Argentina a nuestra casa en Beacon para decirme que lo habían internado de urgencia a mi papá. Mi marido y yo habíamos sacado pasajes a la Argentina para enero, pero adelantamos la fecha para visitarlo en el hospital. De ahí en más, mi papá emprendió un camino descendiente: anemia, debilitamiento, pérdida de peso, deterioro y, finalmente, muerte.

Mis hermanos, mi marido (el tiempo que pudo tomarse de vacaciones), mi mamá y yo tratamos de acompañarlo en todo el recorrido. Pasábamos la mayor parte del tiempo en el hospital. De este modo, fui testigo de su retroceso. Sin embargo, cuando había perdido quince kilos, no podía controlar esfínteres y se adivinaba el final, él insistía en ejercitar los músculos de la pierna – en vano – para poder pasar a la sala. Y siguió luchando hasta que su cardiólogo decidió darle morfina para calmar el tremendo dolor que lo acosaba. A los pocos días, recibimos el llamado del hospital en el que nos avisaron que había muerto a la madrugada. Murió sin saberlo; sin decidirse a aceptar la muerte; sin despedirse. A mitad del trayecto, cuando percibimos su sufrimiento, le pedimos a su cardiólogo que le quitara el desfibrilador que frenaba las arritmias de su corazón y, así, impedía su muerte. Pero el médico se negó, alegando su responsabilidad de defender la vida. Entonces, no volvimos a mencionarlo.

Este es un relato acerca de la muerte de un ser querido. Y es un relato acerca de la actitud de los humanos ante la muerte inminente: miedo de morir y voluntad de evitarla, defendiendo la vida. Nuestra especie considera que esta es un don valioso que debe conservarse, y la muerte una desgracia que hay que detener a toda costa. Una vida larga, como la de las personas mayores, es una vida bien vivida – aunque la muerte cause miedo de todos modos – y una vida que acaba rápidamente, en el caso de una persona joven, es una vida interrumpida antes de tiempo. La muerte nos impide llevar a cabo nuestros planes. Es el horizonte que nos hace satisfacer todos nuestros deseos, cumplir todos nuestros objetivos, apreciar todo lo apreciable. De ahí procede el mandato de Epicuro, carpe diem; de ahí el modismo estadounidense bucket list, la lista que cada persona tiene de las cosas que quiere hacer antes de morirse, cuya expresión en inglés estadounidense es to kick the bucket.

Julio Moreno describe la evolución de los seres humanos de homínido a Homo sapiens, y afirma que se puede establecer el pasaje de Neandertal a Cromañón por la evidencia de la aparición del duelo como ritual. Podría decirse que este es el momento del cambio de vista sobre la muerte y de la propia relación con ella: el momento de la lucha contra la muerte. Podría decirse, entonces, que es en el momento de la emergencia del Cromañón como especie que aparecería el deseo de emprender esa lucha. Si avanzamos unas decenas de miles de años, nos encontramos con los mitos y ritos de la muerte de los egipcios, griegos y romanos, por ejemplo. Y si avanzamos algo más, hasta comienzos del siglo xx, aparecen los intentos de reanimación y, con ellos, la definición médico-legal de aquella.

La BBC inglesa realizó una nota sobre los intentos de la medicina y la ciencia de avanzar en la reanimación de las personas, es decir, de revertir la muerte. Estos intentos tienen que ver con la lucha de los seres humanos contra esta: contra el enemigo; según los mitos e imágenes populares, contra la guadaña que todo lo destruye (the grim reaper, la cosechadora nefasta, como se dice en inglés, o la Parca, el apelativo en español proveniente de la mitología romana). La nota comienza con la historia de Zach Conrad, un joven ciclista que sufrió un paro cardíaco y fue vuelto a la vida en el Hospital de Pennsylvania, que tiene un centro clínico y de estudio con ese propósito. A partir de ese relato, el medio periodístico se concentra en la reanimación como técnica y como foco de investigación. Sus entrevistas a una serie de médicos y científicos definen la lucha contra la muerte como el esfuerzo por extender lo más posible el límite entre esta y la vida: la manera de volver a la vida a las personas aparentemente muertas es detener la destrucción de sus cuerpos durante el mayor tiempo posible.

La BBC da dos ejemplos de este proceso. El primero es el de Conrad. Lo que explica aquí la posibilidad de reanimación es, nuevamente, el hecho de que se pudo frenar el proceso de decaimiento desencadenado por la muerte. Esto se logró deteniendo el metabolismo mediante la congelación. Gracias a ello, se lo pudo tratar. La BBC pinta un “final feliz” de esta historia: hoy “se regocija en la recuperación de su vida y su salud” (subrayemos aquí el uso de la palabra “vida”) y “disfruta de la vida [la palabra se repite] de casado y volvió a trabajar y a andar en bicicleta”.

El segundo es el de una joven japonesa que intentó suicidarse en un bosque, y a quien salvaron la vida conectándola a una máquina que actúa como un pulmón y un corazón artificiales. Después de algunas horas, la joven resucitó. En estos días, la hoy mujer está “felizmente casada” y tuvo un bebé (aquí se ve claramente el contraste entre vida y muerte).

La posibilidad de reanimación nos hace retomar el concepto de reversibilidad y, al mismo tiempo, el de irreversibilidad. Según el neurocientífico Christof Koch, la definición de irreversibilidad de la muerte tiene que ver con la invención de tecnologías que permiten la manutención de la vida. Las primeras fueron los respiradores artificiales y los marcapasos a principios del siglo XX. Con el correr del tiempo, la mejora y expansión de estas técnicas llevó a dividir la muerte en física (cardiopulmonar) y cerebral. En ese sentido, la muerte cerebral se consideró legalmente irreversible cuando se podía identificar un “coma irreversible y ausencia de respuesta, reflejos del tallo cerebral o respiración”.

El término irreversibilidad remite, nuevamente, a la lucha contra la muerte y el esfuerzo por recuperar ese don valioso. Y esto plantea una serie de preguntas: ¿Por qué la muerte nos da tanto miedo? ¿Por qué nos preocupa no tener tiempo para hacer lo que aún no hicimos, si cuando estemos muertos, no nos daremos cuenta? ¿Quiénes tienen “derecho” a seguir viviendo, y quiénes no lo tienen? ¿Con qué criterio se eligen las personas que tienen ese derecho?

Esta última pregunta se vincula con la actitud de nuestra sociedad hacia las personas mayores. Una edad que era sinónimo de experiencia y sabiduría en las antiguas tribus y que era, además, centro de atención y merecedora de respeto en las sociedades basadas en la familia extendida se ha convertido hoy en motivo de desprecio y negligencia. Por eso, las Naciones Unidas acordaron una convención que establece (si los países miembros adhieren a ella) el derecho de las personas mayores a una muerte digna. La convención declara que, por su cercanía cada vez mayor a la muerte, estas personas se convierten cada vez más en necesitadas de ayuda y, por ende, tanto la familia como la sociedad las abandonan.

La BBC sigue describiendo la reanimación, y cita un estudio que se realizó en 2020 acerca de las prácticas de 435 hospitales estadounidenses. Al final de esta descripción, menciona a Sam Parnia, médico especialista en terapia intensiva y director de investigación de la Universidad de SUNY Stony Brook, quien afirma que para las víctimas cuya reanimación dura excesivamente, esta significa una “sentencia de muerte”.

El intento de hacer regresar de la muerte forma parte del deseo irrefrenable de los humanos de prolongar la vida. Un ejemplo de ello es la búsqueda de los científicos de un bloqueador de las calpaínas, enzimas encargadas de la destrucción celular que se liberan después de la muerte de la persona. Su liberación es una parte de la evolución natural que los seres humanos aspiramos a detener por medio de mecanismos artificiales. Como ya lo afirmé, deseamos frenar el avance de la muerte para, así, volver a la vida. Sin embargo, nos esforzamos en luchar contra la muerte, y después la causamos irreflexivamente en las guerras.

Al considerar el esfuerzo de luchar contra la muerte y el intento de prolongar la vida como don valioso, surge otra cuestión que plantea un dilema ético-moral. Me refiero al papel de los médicos en la eutanasia piadosa, es decir, en ayudar a morir a aquellos que lo necesitan: los enfermos de cáncer, que ven un futuro de sufrimiento y dolor, y los que padecen de enfermedades nerviosas degenerativas, que quieren evitar la disminución gradual de su autonomía y se niegan a cargar a sus familiares con la responsabilidad de cuidarlos. Este es un dilema, porque los médicos, por su profesión, son responsables de defender la vida a toda costa (recordemos el juramento hipocrático), pero, en este caso, los pacientes les piden que los ayuden a morir.

Existe, además, una tercera actitud frente a la muerte: no intentar luchar contra esta, ni ayudar a morir. Es la de los médicos que se ocupan de los cuidados paliativos, es decir, de ayudar a morir mejor (aumentar su calidad de vida) a las personas que padecen de enfermedades letales. Dos ejemplos son el cáncer y ciertas enfermedades contagiosas que tienen como complicación dolencias intratables. Cuando casi todos los médicos hacen lo posible por evitar la muerte o la provocan por razones compasivas, aquellos se esfuerzan en prestar la mejor atención para ayudar a recibirla.

Once años después de la muerte de mi papá, el veintitrés de marzo de 2018, me tuvieron que internar en el hospital porque un hemangioma había sangrado sobre el tallo cerebral. El hemangioma, un tumor vascular benigno, no había causado problemas hasta que sangró. Entonces, yo empecé a articular con dificultad y a sufrir cierta debilidad en el brazo y la pierna izquierdos, mareo, náuseas y visión doble. Fuimos con mi marido a la guardia, y el neurocirujano decidió operarme en abril para extirpar el hemangioma. De ese modo, evitaría que surgieran complicaciones. Sin embargo, durante la operación se produjo una catarata de hemorragias, que produjeron edema cerebral y coma.

Cuando el cerebro se encuentra en coma, no puede controlar la función cardiovascular ni la respiración. Koch describe lo que llama “pérdida del funcionamiento cerebral”, caracterizada por parálisis respiratoria. Según el neurocientífico, los pacientes en coma requieren de la ayuda de un respirador porque, cuando el cerebro deja de funcionar, no puede regular la respiración. Si el coma no puede revertirse, el corazón y el pulmón necesitan una ayuda constante: la persona sufre del cese irreversible del funcionamiento cardiorrespiratorio, que la ley estadounidense considera muerte.

Mi coma duró un mes. Mi neurocirujano y su equipo recurrieron a todas las soluciones posibles para revertirlo. Según mi mamá, aquel renunció a ir a la fiesta de casamiento de su hija para salvarme de la muerte. Finalmente, probaron sacar el hueso temporal para que se vaciara la sangre del cerebro, y esta vez resultó: desperté del coma. Me tomó un largo tiempo recuperarme, pero lo hice.

Una vez que me dieron de alta, la sangre de mi cerebro se reabsorbió lentamente y mi confusión fue reduciéndose. Tardé tiempo en recuperar mi uso del inglés, y aún demora la relación entre mi voluntad de enunciar y mi enunciación real, especialmente si estoy cansada. Durante un buen tiempo, mis recuerdos estaban distorsionados o, simplemente, ausentes. (Y todavía persiste mi mala memoria.) El miedo todavía me atenaza apenas empieza a ponerse el sol. Mi cuerpo se rebela contra el sueño porque lo equipara con la antigua inconsciencia; con estar en coma y, estar en coma, con estar al borde de la muerte. Además, cada vez que escucho hablar de muerte y de riesgo de muerte (por ejemplo, del peligro de contagio de la enfermedad provocada por el coronavirus), retorna el recuerdo de mi contacto con esta y, con el recuerdo, el miedo.

El neurocirujano y su equipo hicieron todo lo posible para que saliera del coma. Mi mamá no soportaba más verme así, pero no se animaba a dejarme. Entonces, el neurocirujano le insistió en que se fuera, y le dijo que yo iba a vivir y que, más tarde, iría a su consultorio caminando con bastón. Y hoy estoy en mi casa, donde aprendo, lentamente, a caminar. Tengo miedo de morir, pero sigo viva, y disfruto de leer, escribir, y charlar y cantar con amigas; del ocio placentero.

Este ensayo comienza con la muerte y termina con la vida. Ambos son momentos opuestos en la experiencia humana: uno anhelado, el otro temido; uno que simboliza continuidad, el otro que representa pérdida, ruptura. Cuando vivimos, tememos la muerte. Según Atul Gawande, una vez que nacemos, no podemos evitar envejecer, mientras que Koch afirma que todos moriremos, tarde o temprano. Hasta ahora, no hemos dado con la manera de evitar la muerte. Pero, ¿podremos aprender a morir?


Photo by: Marco Verch Professional Photographer ©

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