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Patricia Arenas

Vicky, Cristina, Barcelona

Hay ciudades que han vivido en tu imaginario por muchos años y a los que temes enfrentarte, quizás por el simple hecho de que la realidad supere a la ficción o viceversa, y entre cosas del destino fue así como llegó un día en que me vi aterrizando en El Prat-Barcelona, conteniendo mi respiración. Sabía que me esperaba un Gaudí del que había escuchado muchas cosas discordantes, las unas de las otras; la costa mediterránea con su desafiante silueta, tradiciones gastronómicas, y amigos. Y este punto, habría que subrayarlo, me había despedido horas atrás de Roma con ese sabor de café e inevitabilidad, como cuando sigues un camino y llegas al destino correcto y aún no se borraban de mi boca.

Barcelona, en cambio, vivía y convivía conmigo de otro modo, quizás mucho más familiar y lleno de lugares conocidos y aun no conocidos, y resulta completamente irónico pero estar frente a la Sagrada Familia o al Pabellón alemán fue como que me presentaran a un pariente lejano del que había escuchado muchas historias.

Sin dudarlo, Cerdá fue el primero en darme la bienvenida con sus manzanas octagonales, caminar por sus veredas era el testimonio de cómo influir en la vida de miles de personas con una idea.

No hay que buscar mucho, Barcelona es transparente con el turista y el local, solo tienes que dejarte atrapar en uno de sus barrios, y caminar entre callejuelas que mezclan lo mejor del gótico, el modernismo y una ciudad medieval que late bajo su superficie, pero que salta a la vista en los rastros de su antigua muralla. Poco a poco mi imaginación se quedó pequeña para su franqueza, pues es una ciudad que no esconde su belleza.

Y día tras día desfilaba ante mí con un imponente traje de colores que danzaba con los mosaicos y curvas de Gaudí, hacía apariciones estelares mostrándome más de su cultura en sus bares escondidos, o en esos artistas callejeros que caminan a son de enamorados sus calles. Woody Allen una vez más regresaba a mi mente entre notas de guitarras españolas, haciéndole honor a la vida y sus placeres.

Música, arquitectura, arte y playa conviviendo en los mismos metros cuadrados da como resultado una personalidad única e irreverente en donde la creatividad es parte del desayuno, la audacia se mezcla en el almuerzo, y el vino claramente como la pasión lo consigues en la cena. El catalán le suma su dosis de carácter agregándole años de historia a sus calles y convirtiendo a sus habitantes en un mundo de mezclas.

Entre tapas y tapas, Barcelona te atrapa, basta con mirarla desde varios puntos, recorrerla a distintas velocidades, pausarte y respirarla. Para saber que la realidad es mágica, y supera con creces los sueños más arriesgados, esos de construir una iglesia con columnas en forma de árbol, o casas que recuerdan a un dragón, o simplemente decirle a la arquitectura menos es más. No hay sueños locos o arriesgados para ella, no importa desde qué lado la admires, ella te deslumbrará con una sonrisa, y puedes no entenderla pero al final la sonrisa es tan contagiosa que olvidas tus quejas y ríes junto a ella.

De Barcelona me llevo esa felicidad, los abrazos de mis amigos y ante todo el saber que en esta ciudad tan amistosa Vicky y Cristina más que competir por un amor son cómplices. Me despedí con la sensación de melancolía que aparece al decirle adiós a un ser querido, una medianoche en París esperaba por mí.

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