Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
abraham pape
Photo by: Agência PubliC ©

Vestida para el metro

Era el 2004…

Manejaba por la I-176 de Morgantown a Reading, en Pennsylvania. Del radio, en la estación 93.3 WMMR de rock, la voz rasposa de Dee Snider, vocalista de la banda de glam metal Twisted Sister, sonaba embriagada de melancolía. Dee contaba una anécdota. “Mi hijo me preguntó la semana pasada que si yo de joven había sido transexual. No, hijo, le dije. Fui travesti, que no es lo mismo”. A los 25 años de edad yo me enteraba de la gran diferencia entre una palabra y la otra.

Hoy en día…

Ahí adentro desaparece gente, pero esto no ha sido lo más nombrado. De lo que más se habla en estos tiempos es de los acosos que sufren las mujeres diariamente. Y un acontecimiento reciente trajo de nuevo el debate sobre la eficiencia con la que cuenta el personal de seguridad del sistema de transporte metro en Ciudad de México. Lo que pasó fue que una Mujer se reportó con oficiales de la estación Tacubaya, de la línea anaranjada, les dijo que no se sentía bien, la vieron visiblemente aturdida y presentaba síntomas de agotamiento. Los responsables de la seguridad de la estación llamaron a los paramédicos, quienes al atender el llamado y cumpliendo con sus conocimientos, muy ajenos de la realidad, determinaron que la mujer estaba en un fuerte estado de ebriedad. Después de que los mentados expertos así lo dictaminaran, María Guadalupe Fuentes, de 56 años, fue escoltada hacia la salida de la estación y arrinconada sobre paredes mugrientas y hediondas. Así se convirtió en una víctima del malentendido que le costó la vida tres días después. Abandonada a su suerte sobre la banqueta, Ella pasó veintiséis horas sin atención de ningún tipo, y sola. No estaba borracha, había sufrido un infarto cerebral.

Hace poco…

Me puse una peluca rubia que hacía un contraste espantoso con mi barba tupida y negra, y el color amarillento de mi piel por la hepatitis tipo B que padecí a los nueve años. Había comprado una falda estilo ejecutiva, entallada y ajustable para alguien del plus size. No me afeité las piernas, dejé que mis vellos y los músculos tuvieran la función de un repelente de mosquitos sedientos (ojos caballeros). Unos cojines y un sostén complementaron mi disfraz. Caminé de un lado a otro en la sala de mi departamento, ensayé unos pasos cortos y creíbles, acostumbré mis hombros a una posición menos rígida y me resigné a que la falta de glúteos pudiera afectar mi plan de causar euforia en la hora pico.

La mañana siguiente me maquillé con un labial barato tan rojo como la sangre y el eyeliner que me hacía ver como un Frank Zappa disgustado con su vida. Normalmente me toma diez minutos caminar a la estación del metro Etiopía/Plaza de la Transparencia, de la línea 1, pero con la falda y el sostén relleno de esponjas, perseguido por miradas curiosas y a paso inseguro, ese día me tomó casi el doble de tiempo. Entré a la estación y me paré debajo del reloj, ese punto de encuentro tan famoso que cuenta una infinidad de historias de amor, de negocios, de estafas y de plantones. Los nervios me provocaban mareo, las piernas me temblaban, sudaba, estaba seguro que el rímel me corría por las patas de gallo y me las imaginé emplumadas. Tomé el primer metro rumbo al sur, el vagón estaba lleno de puros hombres e inmediatamente las miradas me recorrieron el cuerpo, la piel se me puso de gallina. Para ocultar el bochorno y poder observar el entorno y sentirme segura, perdón, seguro, de mi oportuno bolso de piel barata saqué unas gafas oscuras y me las puse.

Me bajé en Coyoacán. En tan sólo unos minutos las miradas de esos hombres me habían hecho sentir perseguida, digo, perseguido. La costumbre de ser hombre se estaba transformado en una contorsión de mis miembros con la que podía rascarme el omoplato con el dedo gordo del pie. Cambié de ruta, tomé el metro de regreso hasta Hidalgo, en esta ocasión logré infiltrarme en el vagón de mujeres. Una que otra me miró la barba, se rieron de mi apariencia, me chamuscaron las piernas y la peluca con pupilas de fuego. Cuando me bajé en Hidalgo caminé rápido, era atraído por la culebra humana del Trans-bordo. Un policía que me vio salir del vagón exclusivo me llamó la atención. “Ese vagón es para mujeres”, gritó. Yo soy mujer, le pude haber dicho, aunque la barba me delatara. No dije nada, seguí huyendo.

En las escaleras eléctricas alguien pasó junto a mí y con la velocidad de su prisa me golpeó el hombro. Las miradas me seguían a todos lados. Tomé otro metro de regreso al sur, la línea azul, la 2. Me subí a un vagón mixto. Un hombre de unos 60 años se me acercó mucho, me rozó la pierna con su rodilla. Una mujer de unos 30 me arrimó sus descomunales senos en las costillas. Un joven de más o menos 25 años me sonrió, me ofreció el asiento pero me negué a tomarlo, “ya casi bajo” la voz ronca sonó escondida detrás de la barba. El motivo de mi disfraz era para matar la curiosidad, para acribillar mis ganas de entender a las mujeres, para satisfacer mis ansias de poder escribir una crónica que narrara todo lo que Ellas pasan día con día. Esto que cuento aquí es poco, lo sé, y reconozco que ni una sola cuartilla puede compararse con la realidad.

Cuando me bajé en la estación Xola tenía la peluca empapada por el sudor de mi cuero cabelludo, la falda ejecutiva estaba arrugada, el rímel negro corrido hasta las mejillas y el labial se me había desparramado provocando una sonrisa tétrica que hasta los dientes frontales parecían sangrar. El corazón me latía tan rápido que tenía los músculos de los hombros hasta los brazos tensos, a punto de reventar. Uno de mis senos postizos se me había escapado por debajo del sostén y los tirantes del brassiere me cortaban la piel de las axilas. En un desolado sitio de mi mente corría el recuerdo de Lanny y lo que habíamos platicamos en un café de por ahí.

¿Qué tan complicado puede ser presentir algo, o andar por el pasillo de las miradas indiscretas de aquellos que te saben algo pero nadie se atreve a decirte lo que va a pasar?

¿Qué tan complicado es todo ese peso que llevas sobre los hombros, el estrés, la ansiedad; la penumbra que te vigila?

Y qué tan sencillo es sonreír y seguir.

Gracias, Lanny


Photo by: Agência PubliC ©

Hey you,
¿nos brindas un café?