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Yorgenis Ramirez
Photo Credits: Javi Sánchez de la viña ©

Verónica

Salir, sin rumbo, con el mero placer de perderse en el tiempo. Ocio de ser. Oficio natural de caminante adicto a la belleza. No la pre-fabricada por los medios de comunicación, la publicidad, las marcas y el corporativismo, sino la connatural belleza inscrita en el mundo, donde se mueven los paseantes en su prisa. Esa mañana decidí sentarme en la plaza y contemplar a los niños en su gozo, en la ajenidad del ego que no sabotea gustar el tiempo presente, entre juegos, bromas, uno que otro llanto conmovedor, y la rutilante generosidad de sus manos que nada buscan, y son magníficas.

Frente a mí, al otro extremo de la plaza, sentada en una banqueta, una anciana también contempla a los niños. Luce transida, sumergida en un tiempo diferente, como si fuera un vapor de gracia encarnado. Allí la belleza. Mi ejercicio fue contemplar cada minúscula hendidura posible de su cuerpo: el cabello cenizo donde los años se eclipsaron. Las arrugas de la frente, esos surcos ahondados por el esfuerzo y el fragor. Su mirada flotando en el misterio, ¿Qué paisajes renacidos contempla? Sus labios en fuga, hacia dentro, queriendo contar al espíritu cosas que solo ellos han gustado y así, suscitar la envidia de los cielos. Así fui caminando por su cuerpo, gustando las formas de la sabiduría y los años. Y de repente me sentí absorto, dilatado en la belleza de esa anciana, experimentando el tiempo sin tiempo; la flotación que acontece cuando la mente acalla su voz escrutadora y los sentidos devuelven la serenidad del ser, de simplemente fluir, sin esperar nada.

En ese tiempo lustral, la anciana se levanta de la banqueta y camina hacia mí. Es un cuerpo sin peso, liviano, levitante. Yo la observo venir, en la comunión de nuestros tiempos que buscan comulgar, y hasta mí llega, con un leve suspiro de sonrisa dibujado en su rostro. ­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­—Hola, buenos días, ¿cómo está? Sentir el sonido de esas palabras como la misma voz de la belleza, saludándome, abriendo espacio entre nosotros. —Absorto. Fue lo que logré decir. —Sí, tengo rato viendo cómo me observa. Quise acercarme y saber del asombro de su mirada, eso me transmite. Pasaron algunos segundos de silencio, en la sorpresa de saberme observado al detalle por ella. —Me llamo Verónica. Todas las mañanas vengo a esta plaza a ver jugar a los niños. Su alegría y desparpajo me sanan. Yo seguía atontado, sin nada que decir, pero algo dentro me obligó a pronunciar solamente dos palabras —Yo también. Y ella prosiguió con todo lo demás. —Me llamo Verónica, tengo 89 años. Toda mi vida he vivido aquí, dedicada a la costura. Me casé joven, a los 17. Mi esposo era un madrileño que vino a probar suerte, en los años sesenta, con la agricultura. Falleció hace dos años. El cáncer no conoce de afectos. Tuvimos un hijo, ya mayores, a los cuarenta y tantos. Horacio, le pusimos. Él se hizo educador, catequista y músico. La guitarra fue su mejor compañera. Era un hombre muy espiritual, sencillo, lleno de belleza. Hace un año fue asesinado en esta plaza. Se resistió a un robo y una bala arrebató su vida. Desde entonces, todas las mañanas vengo a esta plaza, a contemplar los niños jugar. Siento que esa belleza me salva.

Verónica se quedó absorta, como si contemplara a su hijo entre esos niños, inquietos, rebosantes de vida. Luego se despidió, dándome los buenos días. Y la vi volver a la banqueta, lenta y despaciosamente, en el misterio salvador que la convoca cada mañana: belleza.


Photo Credits: Javi Sánchez de la viña ©

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