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Fabián Soberón

Verde

Salgo con mi hijo en medio del viento helado. Bruno no entiende el viento. No sabe por qué un día hace frío y de repente sale el sol. Lo desconcierta el cambio brusco de Gotemburgo. A decir verdad, yo tampoco entiendo. Estamos en primavera y cada hora vienen y se pierden la lluvia, el sol y las nubes.

Atravesamos el boulevard Vasa y llegamos a una avenida. Desde mi posición forzada, le pregunto a Bruno si le hace frío y me dice que sí. Saco la mantita que tengo debajo del coche y la coloco sobre su cuerpo. Le toco las manitos: tirita.

En el predio de la Universidad subo con el cochecito por una rampa larga. Tengo los brazos cansados y le pregunto si puede caminar. Me hace un sonido que entiendo como una afirmación. Lo bajo del coche, lo tomo de la mano y vuelvo a sentir el frío en la piel.

Una voz en español me llama desde atrás. Es Juan, un empleado de la universidad. Me saluda y yo le respondo inmediatamente, contento de hablar, de nuevo, en español. Juan es bajo, y camina despacio, mueve los brazos lentamente y pronuncia exageradamente las eses. Ni bien me reconoce me ofrece cobijo y me invita a su oficina. Bruno me mira y luego mira el jardín amplio y se queda callado. Yo pienso que está harto del frío y que no es el único. Lo miro a Juan y le hago señas indicándole que entramos a su oficina. Es una habitación con paredes amplias y ventanales enormes. Me impresiona el orden.

Juan se sienta en su butaca cubierta con terciopelo y mira la pantalla lisa y moderna de la computadora. Me mira y me pregunta cómo me siento en Suecia. Le confieso que adoro el orden de la ciudad pero que añoro, como un animal nostálgico, la Argentina. Destaco los colores de los cerros de Jujuy, menciono los valles, el ajetreo de la gente en el centro, la selva en las vacaciones, el sol del verano, las risas de los chicos, el calor como una marca única. Juan escucha en silencio y luego se toma la cabeza. A borbotones, empieza a hablar de su familia. Él nació en un pueblo de Bolivia y vive desde hace veinte años en Suecia. Me cuenta que añora su pueblo, su gente. Y noto que de a poco su voz cambia de tono, que progresivamente su voz se quiebra. Hace una pausa retórica: lo mira por un momento a Bruno y luego dice algo con la garganta cargada, con el llanto en la boca, entre los labios. Suelta un sonido agudo, una palabra en sueco que no entiendo. Pero sí comprendo que está triste y que yo me estoy convirtiendo, en ese momento, en una oreja. Juan suelta una lágrima y en su boca se anudan las palabras como en una enredadera invisible: dolor, fastidio y odio.

Luego de una pausa breve –que parece eterna– recuerda la plaza central de su pueblo, el barrio, su casa, evoca los colores de la bandera, la sonrisa de los bolitas, el calor de las ciudades andinas. Y al terminar, larga un llanto espeso, ese sonido que reproduce una angustia que viene desde las entrañas. El llanto caudaloso me hace pensar que lo tiene contenido desde que nos ha encontrado en el jardín o que lo tiene escondido desde sus primeros días en Gotemburgo.

Casi como si fuera un extraño robot programado, se para y mira a Bruno. Advierto que él, sin d

isimulo, le clava los ojos. Bruno nunca ha visto llorar a nadie de esa manera. Yo tampoco. Juan le toma la mano para tratar de ganar su confianza pero Bruno se hace hacia atrás. Es un gesto nítido de rechazo. Pero Juan no se amilana. Lo llama en español, dice su nombre en voz alta. Ante las negativas sucesivas de mi hijo, Juan recapacita. Se incorpora y me pregunta, cambiando de tono, qué haremos por la tarde. Le respondo con evasivas. Yo no tengo ningún plan. Juan no entiende mi actitud dubitativa y sigue hablando. Me dice que podemos ir al parque Lisseberg. Se acerca, de nuevo, a su computadora impecable y busca en Google el sitio del parque. Lee una página en sueco. En la pantalla se pueden ver fotos de juegos multicolores.

De repente, se da la vuelta y me vuelve a hablar de su pueblo. Dice que extraña mucho y que odia a los suecos. Lo miro sorprendido.

–El sueco es nazi –dice–. Odia a los extranjeros, a los bolivianos, a los negros. Ellos no quieren a nadie que no sea sueco. Hablan todo el tiempo esa lengua áspera y agria y nunca se tocan cuando conversan. ¿Viste eso? –dice y señala a una pareja que pasa por el patio– ni siquiera se acarician. Sólo se tocan en la cama.

Yo me rio. Imagino a los chicos en la cama tocándose con una rama de árbol seco.

Juan continua su monologo, visiblemente enojado. Yo intervengo para cortar el chorro imparable de palabras, un poco cansado de escuchar su tono quejoso.

–Tenés razón –digo–, los suecos no quieren ni que los rocen. El otro día vi que una mujer empujaba a su hijito porque se acercaba, cariñoso, a rozarle las piernas. Y el chico salió llorando, enojado con su mamá. Los suecos son como icebergs.

Juan se ríe a carcajadas.

–No podés tocarlos. Son los intocables –dice con un tono irónico y abriendo visiblemente los brazos.

Bruno tiene su auto verde modelo alemán y lo mueve por el sillón de terciopelo. Se queda quieto mirándome y luego me pide que salgamos.

–Bueno, me tengo que ir –digo–. Mi esposa sale en un rato.

Juan me pregunta si iremos al parque y le respondo que no sé. Se pasa la mano por la cara y se seca la huella húmeda que le queda en las mejillas.

–Te pido disculpas por el exabrupto.

Yo apenas muevo la cabeza. Levanto a Bruno y lo coloco en el coche. Por suerte no hace escándalo. Al rato aparece mi esposa en el bar. Bruno la mira con un amor insondable y le agarra las piernas. Se besan. El abrazo es largo y contenido.

Ella me mira a los ojos con una mueca visible de alegría. Está cansada pero los ojos guardan una felicidad intensa. Noto que el color de los ojos es otro. La luz de la ciudad le cambia el color: alternativamente verde mar, verde agua, verde árbol, alternativamente verde rama, verde campo, verde ola blanca y suave. La miro y suspiro. Pienso que tiene los ojos más hermosos del mundo. Pero lo pienso en silencio y no le digo nada. Bruno se suelta de las piernas. Y ella me da un besito.

Almorzamos. Y nos vamos al puerto. Esperamos el barco que nos llevará al otro lado de la costa. Veo la ciudad desde la ventana angosta y pienso que es un laberinto ordenado y que los puertos pequeños y las salidas múltiples de lanchas están por todos lados y que eso la hace encantadora.

Bruno viaja feliz y se porta como un ángel. Es su primer viaje en barco. El ronroneo de las olas verdes y mansas lo duerme y recuerdo el color de los ojos Denise.

Desde la ventana pequeña del barco contemplo la ciudad. Miro el celeste pulcro del agua y trato de entretenerme con las olas tranquilas del río Gótico.

Cuando bajamos del barco Bruno sigue dormido. Nos sentamos en Franks, el bar que está al lado del mercado de techo celeste. Miramos, los dos juntos, a Bruno. Tiene los ojos cerrados, con las pestañas enormes, haciendo una breve sombra en la piel blanca.

La miro, agobiado por el viento, y le cuento la historia de Juan. Y ella me mira, consternada, y recuerda lo que nos ha sucedido en el barco, durante el paseo. Una mujer, sentada, sola, en el interior, nos mira ni bien entramos al barco. No hay nadie salvo ella y nosotros. Bruno se adelanta un poco y se mete en el espacio que queda entre el asiento de la mujer y los asientos vacíos. Denise se apresura para agarrar a Bruno y, sin querer, roza con la rueda tímida del cochecito, el pie inmóvil de la mujer solitaria. La mujer me mira y después a mi esposa con una furia contenida. Denise se acerca y me agarra del hombro, como pidiéndome que la abrace. La abrazo. Siento el odio de la mujer y pienso que su boca dibuja en el aire una mordida invisible. La mujer solitaria nos quiere atacar.

En la silla de Franks, Denise evoca el último gesto de la mujer y me mira. No le digo nada. Me quedo pensando en la bocanada rabiosa. Luego le digo que quizás Juan tiene razón. Involuntariamente, sigo sus cansados y azorados ojos verdes.

Y suspiro.

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