Después de varias semanas de quedarme en casa he vuelto a mi trabajo, como pintor de automóviles. Los talleres de pintura, son en general amplios, con espacio suficiente para albergar de cuarenta a ochenta autos. Los sonidos llegan desde todos los rincones y en diferentes frecuencias, que van desde los que hacen los compresores de aire hasta los de los gritos humanos. Algunas veces, estando en un taller, puedes imaginarte en la locación de una película sobre la Nasa, otras veces en un mercado callejero, o en la cocina de un restaurante a las siete de la noche en Manhattan.
Pero es lunes. De más de cuarenta obreros que trabajábamos aquí hace dos meses, nos han llamado solo a cinco. Son las siete de la mañana con treinta minutos, las luces están encendidas, pero no había visto un lugar tan obscuro en mucho tiempo. A la esperanza de que las cosas vuelvan a ser como antes se le atraviesa en la garganta una sospecha amarga.
Lo real es aquello que ya no está, el vacío que produce la ausencia, el vacío que producen las cifras oficiales, el vacío que produce entrar en un taller fantasma. Y el miedo, miedo que te obliga a pensarlo dos veces antes de salir a comprar un café, pensarlo dos veces antes de ir al lugar que antes fue como el sofá de la amistad mas preciada.
Van llegando los otros, porque en eso se han convertido, en la otredad, no son más compañeros de trabajo, son ahora algo extraño, algo lejano, algo externo, algo que debe permanecer a dos metros de distancia.
Nos saludamos con reservas, con la incomodidad de quien, después de mucho tiempo, se reencuentra sin previo aviso, tras una relación que terminó mal, porque todo terminó mal, cuando, de manera abrupta, fuimos arrancados de nuestra cotidianidad.
Cada uno va hasta su antiguo puesto de trabajo, a reencontrarse con una parte de sí mismo que quedó suspendida entre las cuerdas de la incertidumbre.
Olfateamos nuestras herramientas como cachorros que después de un tiempo vuelven a la antigua casa.
Mi caja de herramientas es una General americana de 44 pulgadas y 12 gaveteros, más un clóset para mi ropa. Está situada junto a uno de los ventanales.
Allá, en la calle, están una mujer que corre y una grúa vacía, a la espera de algún llamado que la ponga en marcha.
No tenemos nada que hacer, así que comenzamos a barrer, a limpiar las herramientas, a dar vueltas, a mirar el teléfono. El manager nos ha dicho que está llamando y recibiendo llamadas de las aseguradoras, que algo saldrá.
Nos miramos. Poco a poco recuperamos el habla, a distancia. Seguimos sin tener nada que hacer. Han pasado varias horas, y nos sentamos asegurándonos que la distancia sea suficiente. Esto va a ser como ver crecer la hierba, dice uno.
Anestesiamos la verdad recién dicha con más dosis de teléfono. No hay un horizonte hacia el cual marchar y nuestras almas de obreros lo padecen. Además de haber perdido el sentido del tiempo perdimos también el del lugar. Estamos sin estar porque no nos reconocemos en este espacio a la vez tan grande, vacío y retraído.
La luz cambia al medio día. Nos hemos dispersado. En el edificio del frente una mujer bebe té en el balcón y va de su cuaderno de notas a su ordenador. Me recuerda una canción de Serrat de la cual he olvidado la letra, pero no la melodía.
Se abre una puerta, un sonido familiar y lejano nos despierta, es un Civic hatchback con un rayón en el guardafangos, cosa de nada ¡pero es algo! ¡Tenemos algo que hacer!
Luego entran un Lexus, un Subaru, un Volkswagen. Nuestros rostros se iluminan, como quien, esperando ver crecer la hierba, ha sido testigo del milagro de las flores.
Photo by: Ľuboš Holička ©