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Photo by: Eric Rosenbaum ©

Ventanas de Nueva York

Para Diego

Regresar a la escritura es regresar a las armas

Las ventanas de Nueva York son ojos que atisban el abismo. Tras ellas resisten indocumentados, maestras, obreros, banqueros, empleadas del hogar, enfermeros. Del Bronx a Wall Street, de Queens a Coney Island, todos soslayamos la vida que hay al otro lado del silencio.

Cuando éramos pequeños te encantaba esconderte dentro del armario de mi habitación o detrás de cualquier puerta y hacerme gritar como una loca.

Todavía están abiertos los parques. La primavera ha estallado en las calles mientras adentro se añoran los pájaros

Una vez un chico de la escuela me quiso empujar y saliste por detrás a defenderme.

Raúl perdió su trabajo de lavaplatos en el restaurante. Cada mañana el cristal de su ventana le devuelve su desdibujado y transparente reflejo.

Cierta noche de verano, por la calle Laurel, me presentaste a tus amigas. Me pasaste el brazo por el hombro y me dijiste que tuviera cuidado con los chicos con los que iba, que tenían pinta de borrachos.

Sarah vive en Brooklyn, en un pequeño estudio, con su pareja. Solo tiene veintidós años. Hace tres meses que se dio cuenta de su embarazo. Toda su familia está en África. Por las noches los recuerda más que nunca. Desde su ventana vigila un parque con columpios vacíos.

Te gustaba ponernos apodos estrafalarios y nos mortificabas con ellos.

Francisco se enamoró de la chica portorriqueña que manejaba un autobús en el Lower East Side. Desde diciembre se hacía el encontradizo y la buscaba al salir de su trabajo. Lleva una semana sin saber de ella. Ya nadie se encuentra en los sitios de siempre.

Cuando llegaste a Nueva York, Enildo te apodó el Gallo porque te encantaba salir con sus alumnas de literatura y sabías conquistarlas con tu z española.

Los intérpretes de los hospitales de Nueva York, aunque se enfermen, tienen que regresar al trabajo de inmediato. Jamás se imaginaron que verían lo que están viendo.

Nunca pudiste aprender a bailar salsa. Te gustaba apoyarte en las barras de los bares y charlar con las chicas en las fiestas.

A las siete todo se para y la gente aplaude desde ventanas abiertas. Es un grito de esperanza al final de la tarde.

De Queens te mudaste a Brooklyn con otro español cuya novia había aprovechado uno de sus viajes para dejarle la casa vacía de muebles. Os hicisteis amigos de inmediato.

Diez mil terapeutas se han ofrecido de voluntarios para atender telefónicamente a personas que necesiten ser escuchadas. Nunca la soledad estuvo tan acompañada.

Algunos domingos te juntabas con un grupo de amigos y veías fútbol en la calle catorce de Manhattan. Comíais tortilla de patatas, bebíais vino tinto y por unos instantes de irrealidad parecía que nunca hubierais dejado vuestra tierra.

No hay manera de regresar a España con vuelos directos. Viajar se ha convertido en un laberinto de mapas, estaciones, transbordos y trenes vacíos.

Y después dejaste Nueva York y te pusiste a combatir con números y cifras y a vivir en aeropuertos.

Recuerdo que siempre me despertaban las voces y risas tempranas de los obreros que trabajaban enfrente de mi casa. A las doce de la mañana llegaba una mujer mexicana, con tacos y tortas y hacían un paro sentados en el suelo al lado de mi edificio mientras comían y descansaban de su duro trabajo. Ahora solo escucho el silencio.

Hoy te despertarás en Madrid, en un hospital, lejos de los que quieres, pero nunca jamás solo. Lucharás porque eres valiente y porque tú también resistes al otro lado del espejo. Pronto regresarás a tu ventana, en tu país pequeño, y un día cualquiera, cuando menos lo esperemos, volverás a salir a la calle, a correr por los parques, a beber en las terrazas, a reír con tus amigos y a jugar con tus dos hijos pequeños.

Desde ventanas prófugas, el mundo espera y no se rinde. “Amar es combatir”.


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