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paola maita
Photo by: Tony Hisgett ©

Veinte

Veinte son las monedas que puedo tener en el bolsillo un día cualquiera. Veinte también era una de mis calificaciones favoritas cuando estudiaba, o una de las edades que más he disfrutado. Veinte puede representar muchas cosas. Es un número que puede ser grande o pequeño según sea lo que se esté contando. Veinte cabellos son cualquier mota de polvo en la esquina, pero veinte personas muertas son demasiado cuando el mar las devuelve a la orilla de la playa.

Fueron devueltas por el mar hacia la costa de Güiria, Venezuela, en el punto de donde intentaron huir de la inseguridad, el hambre, la negación de un futuro, el narcotráfico, y las enfermedades. Forman parte de una masa de personas más grande que hemos huido, migrado, trasplantado, ido para no regresar al punto de donde intentamos huir de la inseguridad, el hambre, la negación de un futuro, el narcotráfico, y las enfermedades.

Vamos cayendo como gotas en otros países, probando suerte. Aquí, allá, más allá todavía… Nos derramamos por el mundo, y algunos terminan derramando su sangre en el intento.

Es difícil entender cómo un país que siempre fue receptor de migrantes, en veinte años pasó de ser el que creíamos el mejor del mundo a un infierno terrenal. Ni veinte, ni cien, ni mil años son suficientes para entenderlo. No es posible porque simplemente es inconcebible que 100 kilómetros se transformen en un corredor mortal, desde el cual la única forma de sobrevivir sea huir intentando volverse pez aun sin saber nadar.

Sumamos un dolor más a una cuenta que es mucho más grande que veinte. Lo guardamos en una caja porque pensamos que nadie nos entenderá, a pesar de que hay otros pueblos que pasan por lo mismo. Cada quien lleva las heridas de su nación como puede.

Por mucho que intentemos doblar el dolor, o contar las veces que nos palpita la herida porque han encontrado a uno, veinte o cien náufragos en una costa; los cadáveres no desaparecen de la imaginación.


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