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Fabian Soberon

Variaciones sobre New York

A César Chelala

1

Staten Island

Dicen que Thoreau vivió en Staten Island
y que tenía un rabioso perro lanudo
que paseaba jubiloso y manso por la quinta avenida.
Dicen que su máquina de fotos
quemaba los rumiantes árboles del Central Park
y que los caballos raquíticos lloraban por el olor lejano
de la melancólica manzana glamorosa.
Viejo y olvidado Thoreau
alguna vez viviste entre los arduos parajes de Concord
en la ruinosa y esplendente casa de Emerson
y secaste tus manos de heno en el agua turbia.
Tu blanca voz de hermoso farmer barbudo
batía las verdes hojas matutinas
entre las ranas quejosas del estanque.
No sabías
sí lo sabías
que tu isla estaba al frente de una babel infernal
que era el puerto de insólitos delincuentes
y de judíos perdidos en la nostalgia
y de rubicundos italianos solitarios
y de difíciles poetas incógnitos
escondidos en las arterias invisibles de la desdicha.

2

El baúl

Son las 6 de la mañana. Hay un calor furibundo que patalea en la ventana. Mi esposa duerme. Mi hijo duerme. Pero la ciudad no duerme. Un leve haz de luz atraviesa el umbral tímido de la puerta. En el baño obtengo rápidamente lo que quiero.

Me pongo una campera. Es equivocado. Afuera, no solo los negros morados están de musculosa y de short, sino que la humedad sube como enredadera por las paredes y los cuerpos, insoportable. Hay tanta humedad que bordea con la sensación de lluvia en la piel.

Tomo 104 St. y camino hacia el río Hudson. Paso una, dos avenidas y encuentro el inexplicable Riverside Park. Es un frondoso jardín al lado de los edificios rojos y enormes. Con ansiedad, con temor, me introduzco en el parque. Ya veo un atisbo de luz, de ruidos insistentes que fluyen cerca. Bajo por una pendiente de pasto y tierra. Y veo la ribera inconfundible y el agua oscura tiende sus manos hacia mí.

No hay pájaros. Los arboles cantan como sirenas silenciosas y estiran sus brazos hacia el rio como mudas columnas verdes.

No hay gente. Solo la respiración entrecortada de la ciudad. Abajo, por la avenida de la costa, miles de autos pasan, anónimos, y producen el ronroneo metálico y grave de las metrópolis.

Miro hacia el Hudson y pienso en los cientos de hombres que fueron tragados por estas aguas mansas y divinas. Pienso en Heráclito y en su insondable río que es este Hudson y es todos los ríos del tiempo; pienso en los barcos ruinosos y en los impecables que cruzaron por aquí, en los suicidas que se lanzaron a escuchar la voz profunda del negro fondo del rio, en el dios de todos los dioses que reinan en New York.

El Hudson no es un rio. Es un testigo silente, anónimo y profundo de las desventuras del mundo. En este río turbio y amable se reflejan los aviones suicidas del 11 de septiembre, en este rio turbio se ven las peleas intimas y anónimas de las parejitas prematuras.

El Hudson no es un rio. Es un baúl insondable que guarda los secretos de la ciudad.

El Hudson no es un rio. Es un espejo involuntario de los rascacielos, de las batallas de neón y asfalto, de los fracasados, de los helicópteros, de los perros, de las máquinas, de los miedos, de la victoria silenciosa del chino que vive gracias a su pequeño negocio, de la extinción de Little Italy, de los desbordes emotivos.

El Hudson no es un rio. Es el mensajero del alba, el que trae la engañosa noticia de que la ciudad cambia, de que la vida cambia, de que el tiempo recuerda a los muertos y crea el tiempo perdido de los vivos.

El Hudson no es un rio. Es el reloj invisible que devuelve mi cara y me dice que no estoy frente al Hudson sino frente a un muro de silencio hecho de agua, tiempo y agonías.

Estoy en Upper West Side y solo he visto el 1 por ciento de esta ciudad infranqueable. Ya siento que soy el rey de la soledad frente a las aguas cálidas, verdes y terribles del bellísimo Hudson.

 

4

La isla de Thoreau

El calor no cesa: es una masa informe que ronda como un ladrón de serenidades. Transpiro durante todo el viaje a las islas y no dejo de hacerlo hasta que alcanzamos –luego del periplo- una fuente de aguas saltarinas en la que mi hijo, desnudo, batalla con las columnas de agua. Y gana.

El barco sale de Battery Park, un espeso bosque ubicado en la punta sur de la bota de Manhattan. Hay miles de turistas. De nuevo, la Babel insondable y nerviosa y húmeda empuja con su rostro múltiple y deforme.

Cuando el barco se aleja de la costa, la lejana estatua empieza a cambiar de tamaño. Deja de ser el diminuto punto verde para convertirse en un símbolo esbelto y grueso. Guarda secretos y ojos como una serena tumba.

El barco estaciona en la Isla de la Libertad. Pero decidimos no bajar. Pensamos que es mejor detenerse en Ellis Island. Y es acertado. Ya estoy en el museo de los inmigrantes. En amplias salas observo los distintos pasos que tuvieron que dar los inmigrantes para ser admitidos en los EEUU. El relato de la audio guía es estremecedor. Miles de personas no fueron admitidas y otras miles murieron en el cuerpo suicida de la isla. La pequeña porción de tierra guarda en su seno las desdichas y las ilusiones de muchos extranjeros que dejaron su cuerpo en el agua.

Me siento en la serena arboleda que custodia la isla. Cerca de aquí, pienso, en Staten Island, vivió por un corto tiempo el poeta y filósofo Henry David Thoreau. Thoreau fue un defensor acérrimo de la vuelta a la naturaleza. Criticó duramente los efectos siniestros de la civilización en el alma humana y escribió una apología de la rebelión pacifica, un victorioso ensayo que fue un antecedente de las acciones del líder indio Mahatma Ghandi.

Después de vivir en la casa de su amigo Ralph Waldo Emerson, en Massachusetts, Thoreau vivió al frente de Manhattan. Desde la isla se ven las moles de cemento de la jungla marmórea y palaciega. Desde el pequeño puerto de la isla el aire se hace más denso y la ciudad insomne queda envuelta en un halo neblinoso. La ciudad parece una montaña de cemento con escalones que no terminan nunca. Es una versión kafkiana de una tela de Xul Solar. Desde esa posición privilegiada, desde esa invisible cámara lúcida vio Thoreau a New York. ¿Que habrá imaginado el joven Thoreau por las noches junto al agua turbia y las estrellas que desbordan el cielo? ¿Qué libros leyó en esa isla silenciosa? ¿Con quienes conversó Thoreau frente al puerto? Creo que el filósofo pensó allí su teoría de la desobediencia civil. Allí, entre los pájaros ciegos y los arboles asediados por el smog, pensó su rebelión. Allí, entre los fantasmas futuros de los inmigrantes y los pasos silenciosos de las gaviotas pensó por primera vez su idea de la revuelta.

Thoreau se hartó de la mirada a Manhattan. Se cansó de ver siempre la misma cara gris y ocre de los edificios y así decidió hundirse en el campo y perderse en los meandros de la vida natural. Thoreau no soportó el duro revés del cemento y huyó a su propia isla, la verde pieza íntima del bosque.


Extracto del libro «Ciudades escritas» (Eduvim, 2015)

Photo Credits: Oisin Prendiville

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