Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

Vargas Llosa y el poder de la reflexión (Parte I)

Ya en su octava década y en su “segundo año de amor” con la consentida de las revistas del corazón Isabel Presley, Mario Vargas Llosa es el único gran nombre del boom literario hispanoamericano que sigue activo y en la vanguardia literaria internacional. Sus frecuentes artículos y ensayos son testigo del poder de la reflexión para sacudir conciencias y denunciar tiranías, acosos e intransigencias. En tal sentido, la decisión de cubrir las estatuas desnudas de los Museos Capitolinos italianos para no incomodar al presidente de Irán (“Las estatuas desnudas”), un montaje shakesperiano (“El gran teatro del mundo”), el giro político reciente en el Cono Sur (“Otra Argentina”), la ocupación israelí de Palestina (“Los niños terribles”) o la creciente represión de la dictadura madurista (“Venezuela hoy”) se constituyen en algunos de los temas sobre los que se detiene, precisa, la pluma del escritor.

Personalmente, siempre me ha interesado más su trabajo ensayístico que narrativo, quizás porque en todo momento ha escrito crítica desde y por el placer de escribírsela al otro con un lenguaje sugerente. Un placer que, como el de recorrer Dean Street, a propósito de “Una visita a Karl Marx”, se propone “elaborado e industrial”.

Esto es así pues la redacción del ensayo está puesta en función de su pasión como escritor, con lo cual el modo de abordar su objeto surge de un doble deseo: el deseo ante un autor —de ahí los trabajos sobre Gabriel García Márquez, Gustave Flaubert, Joanot Martorell, Jean Paul Sartre o Albert Camus—, y el deseo de explicar un mundo que lo contiene pero no lo incluye. La obra estalla entonces desde la rebelión con el exterior, surgida de su posición perennemente vigilante; de vigilia y Tiempo, en el sentido proustiano de recabar como memoria hechos y personajes puestos a alimentar el lenguaje crítico.

Y es que en Vargas Llosa, como en la mayoría de nuestros ensayistas más agudos —y aquí no puedo dejar de referirme a José Lezama Lima, Octavio Paz, Guillermo Sucre o Juan Gustavo Cobo Borda— el ensayo surge desde el lenguaje que el crítico quiere desarrollar, cual único camino para redimensionar obras y escritores, posiciones políticas y estéticas; y contribuir a la mutación, al cambio físico que la naturaleza de un texto experimenta de acuerdo a las coordenadas temporales donde se mueve el autor. De ahí que en La orgía perpetua, por ejemplo, la forma como la novela se hace Tiempo y lenguaje en nosotros, pase primero por Vargas Llosa.

De esta manera, su manera de exponerse, utilizando la técnica del mismo Flaubert para abordar Madame Bovary desde adentro, en el capítulo inicial perspicazmente titulado “Una pasión no correspondida”, resulta fundamental para la disección amorosa que acometerá en capítulos subsecuentes, pues ahí el crítico se devela estéticamente, al exigir del texto una provocación. En sus palabras: “Provocar a lo largo de la lectura mi admiración por alguna inconformidad, mi cólera por alguna estupidez o injusticia”. Igualmente, una identificación con los personajes. Refiriéndose a Bovary: “Ella y yo compartimos, estrechamente, nuestro incurable materialismo, nuestra predilección por los placeres del cuerpo sobre los del alma”.

Una provocación y una identificación, puestas a dibujarnos la zona de confesión que debería existir en todo texto crítico para revelarnos el género del ensayo como un “asunto de escritura”, como quería Maurice Blanchot; pues el crítico debe ser, ante todo, un escritor. He aquí el punto donde la crítica como género se vuelve generalmente un problema; y la zona donde la frontera entre los géneros, que separa la crítica de la creación, hace literalmente agua y se va a pique. Porque admitir la validez del crítico como escritor; de ojo que recorre con un lenguaje paralelo el primer lenguaje constructor del texto, conlleva llevarlo al terreno del creador donde dicho crítico deberá asumir una postura totalizadora, envolvente en todo sentido y extensión.

Consecuentemente, la visión unificadora del Vargas Llosa novelista, aplicada repetidamente a su trabajo ensayístico, no ha sido bien comprendida y aceptada por los sectores críticos más conservadores, que suelen ser también los más numerosos. El mismo Ángel Rama, por ejemplo, enjuició, por considerarla imprecisa, la postura abarcadora que el peruano esgrime en su ensayo sobre García Márquez, obviando el hecho de que si “la novela aspira a representar la totalidad humana (re-hecha críticamente) supone que solo una crítica totalizadora —múltiple, o como dice hoy la jerga académica, “interdisciplinaria”— puede describir y juzgar plenamente semejante empresa”, tal cual Vargas Llosa mismo sostiene en Contra viento y marea.

Este temor a la totalización parte del miedo al exceso, a no precisar siguiendo las reglas de la crítica convencional. Se asocia inmediatamente generalización con superficialidad; pluralidad como sinónimo de ligereza, de ausencia de continuidad temporal por parte del lenguaje crítico, sobreabundancia de claves que impiden agotar hasta hacer exhaustivo el análisis de un fenómeno o un texto. Cuando lo que justamente el ensayo intenta, no es extenuar sino revitalizar, hacer de la crítica un cuerpo vivo.

Pero ensayar desde la energía y el fuego con que Vargas Llosa ilumina su objeto, implica asumir una escritura crítica partiendo de nuestras resistencias; porque ensayar siempre es un modo de enfrentarnos con impedimentos y reconocer nuestros límites, tal cual veremos en la segunda parte de este artículo.

Hey you,
¿nos brindas un café?