Llovía cuando llegué a Vancouver aquella noche fría de abril. Agarré el tren del aeropuerto a la estación Waterfront en el centro de la ciudad y caminé, bajo el firmamento encapotado y la garúa triste, hasta el barrio chino. Me hospedé y me acosté. Me arrulló la lluvia. De madrugada, antes del alba, me despertó el graznido de las gaviotas. Me anunciaban la cercanía del Pacífico. Y me recordaban que, arrullada por ese mismo océano, dormía una ninfa serena, Nereida tropical.
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