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daniel campos
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El valor de una conversación

Tenía la tez blanca, ojos color avellana y el pelo canoso cubierto por una mantilla blanca, translúcida, con encajes. Supuse que era musulmana y vestía la pañoleta a manera de velo o hijab. Por la textura frágil de su piel en el rostro y las manos le calculé ochenta años. Llevaba un vestido largo de color crema cubierto por un liviano abrigo gris y calzaba zapatos bajos, grises, de cuero. Se me acercó a hablarme mientras yo abría la puerta de mi casa de apartamentos, en mi antiguo barrio brooklyniano de Kensington. Nadie más caminaba por nuestra calle a esa hora melancólica y perezosa en que se acaba el día domingo y cae la noche.

—¿Es usted albanés? —me preguntó en inglés.

—No —le respondí, temiendo decepcionarla. Pero no se decepcionó, siguió:

—Los vecinos del segundo piso son albaneses. Yo también. Vivo aquí cerca, en la casa número 600. Salí porque estoy deprimida. Mi hijo se fue todo el día. Mi esposo está muerto. Y mi otro hijo vive en Nueva Jersey. Entonces salí. Me deprimo todo el día sola en la casa. Voy a visitar a una anciana albanesa aquí cerca —puntualizó.

«Si la otra es la viejita, ¿pasará ya del siglo?», pensé, pero no dije nada y me arrepentí del pensamiento porque me acordé de mi abuela Dora, la que ya no está con mi familia allá en el terruño. Recordé su tez blanca, sus ojos verdes, su canoso cabello rizado y corto, la frágil piel de sus manos, la calidez de sus palmas cuando tomaba las mías. Surgió en mi mente la imagen de la última vez que la vi en San José, en una de mis visitas cuando yo ya había emigrado, dejando pedazos de corazón con ella. Aquella tarde puso los mantelitos bordados en la mesa de la cocina de su casa, me sirvió un café negro con galletitas, ella se sirvió un té con leche y conversamos toda la tarde. Me escuchó. La escuché.

Miré a la mujer albanesa frente a mí. Se había acercado para hablarme en esta ciudad en que los extraños usualmente se rehúyen en vez de buscarse. Entendí que necesitaba ser escuchada.

—¿Y visita a menudo a la señora? —le pregunté.

—Sí, somos amigas —me respondió. —¿Usted vive en el primer piso?

Le dije que sí pero me equivoqué porque no vivía en el apartamento del primer piso al frente, sino en el del segundo, atrás. Es que estaba concentrado observándola y sintiendo su soledad. Entonces repitió:

—Ah, vive abajo de la familia albanesa —y ya no quise explicarle que me había equivocado, ni aclararle que en realidad mis vecinos eran kosovares de etnia albanesa.

—Sí, son mis amigos. Me cuidan el apartamento cuando no estoy y a menudo comparten platillos albaneses conmigo.

—Son muy buena gente. ¿Estarán en casa? Bueno, pero me voy a visitar a la anciana —dijo.

—Mucho gusto, señora, que le vaya muy bien con su amiga —le respondí y pensé en el valor de una simple conversación para todas las almas solitarias que deambulamos por esta ciudad.


Photo Credits: Kamal Aboul-Hosn

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Sonia DV
Sonia DV
6 years ago

No hay nada peor que estar rodeado de gente y sentirse solo, pero cuando un desconocido nos brinda la oportunidad de hablar, aunque sólo sea por cortesía, aunque sólo sea por un minuto, solemos rechazarlo…sospechamos. La naturaleza humana es así. Gracias Daniel por ser esa rara avis que se para con la abuela albanesa que le recuerda en cierto modo a la suya. ¡Cuántas cosas se han quedado en el tintero por decirle a la mía!

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