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daniel g campos
Photo by: Thomas Claveirole ©

Valentín andino en Brooklyn

Medianoche. Había disfrutado con Mariza y Flavia, amigas ítalo-venezolanas, de una deliciosa cena al estilo de Puglia: orecchiette con broccoli rape (platillo de pasta del sur de Italia), ensalada, vino blanco y, de postre, helado de pistacchio.

Entre las delicias italianas, la tertulia, las risas y las historias de migraciones de Italia a Venezuela a Nueva York y de Venezuela a Francia a Nueva York, habíamos celebrado la Amistad. Agradecido, yo regresaba a casa en el tren G del metro.

Entonces se me acercó. El muchacho andino se abrigaba con suéter, gorro, capucha y chaqueta de cuero negro y desgastado. Todas sus ropas le quedaban grandes. Se notaba que había conseguido, de la manera que pudo, la ropa para resistir el invierno neoyorquino. Tenía la mirada perdida. No podía enfocarla pues se había emborrachado demasiado. Su ojo derecho estaba muy rojo.

En inglés con acento andino, quizá ecuatoriano, me pidió dinero para comprar comida y me pidió direcciones para llegar a Coney Island. En español me disculpé por no darle dinero pero le di las direcciones. Me agradeció. Se sentó en una banca del vagón y luego se acostó. Se acurrucó, se recogió en sus ropas grandes y cerró los ojos.

Continué mi viaje observándolo. Por momentos abría los ojos. Noté el fondo triste de su mirada perdida, llena de soledad. Me conmovió.

Pensé en mi cena y en mis amigas, en la pasta fresca y deliciosa, el buen vino y la amistad. Y lo miré a él, solo en su borrachera y su tristeza: joven, luchando en esta ciudad fría, tan lejos de sus Andes.

Cuando el tren se acercaba a mi estación, 15th Street – Prospect Park, saqué de mi billetera dinero para un “sanguche”. Cuando el tren se detenía, me acerqué a él. Le toqué el brazo varias veces hasta que abrió los ojos. Le di el dinero y le dije: «Comé algo». Miró al dinero antes que a mí. Se abrieron las puertas del vagón y salí.

¿Qué se debe hacer? ¿Debía yo negarle el dinero porque quizá se lo gastaría en otro trago? Yo mismo había gastado cuarenta dólares para compartir, en una mesa abundante y generosa, dos botellas de vino italiano. Y cada vez más pienso que se debe responder a los instintos del corazón compasivo y solidario.

Anoche yo compartí cena, vino y amistad. Y él no. Que la Vida le bendiga y le regale, por ahora, su “sanguche” y su traguito: lo que le consuele y alegre. Y que a largo plazo le regale felicidad y comunidad. ¡Salud, mi hermano andino!


Photo by: Thomas Claveirole ©

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