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Dinapiera Di Donato
Dinapiera Di Donato

Vagones transparentes

En el cuarto había una cama y en la cama una oscuridad
cubierta de partes delicadas y hondas respiraciones
como un vuelo de pájaros inmediato a levantarse;
en el cuarto todo como un olor,
un movimiento de sábanas que recordaba partes vivas
de algo que empezaba a desaparecer

Alfonso Vallejo
El lugar de la tierra fría, 1969

Oí el ruidito —casi no se le entiende, porque baja la voz—. Están a punto de entrar.

Debo llegar al tema pastilla. Pregunta que si recuerdo su montaje de El cero transparente de Alfonso Vallejo. Yo nunca vi sus puestas en escena de cuando en Caracas se atrevían a producir obras que en España todavía eran secretas. El cero transparente es un presente sin rumbo, entre la nada del pasado y la del futuro. El lugar movedizo e ideal se llamaba Kiu, ciudad levantada en la mente colectiva efímera. Parece escrita hoy.

La gente lo quiere todo fácil, hasta el sufrimiento lo quiere fácil, selecciona varias burbujas saturadas, entra y sale donde se llora más alto, suelta un alarido aquí, otro allá, que de seguro calzará con alguna agonía poderosa que tampoco le interesa mucho rato—yo solamente quería hablar de la dosis y ella de la vida de sus personajes. Ahora lee el diálogo y las acotaciones de la parte del guion cuando los seres de El cero transparente, que habitan el espacio común de una enfermedad difusa o mental, se preguntan unos a otros por un tren con destino imaginado:

FOSTER- (A BABINSKI) Perdón, señor, ¿es éste el tren de KIU?

BABINSKI- (Mordisqueando el puro con rabia) Ki.

FOSTER- ¿Qué?

BABINSKI- (Mirándole de arriba abajo) Ka.

FOSTER- No le entiendo, perdone. ¿Es usted japonés?

BABINSKI- Kiu.

FOSTER- Exactamente…, sí, el tren de Kiu. Eso le estoy preguntando…

(Explícito) ¿Kiu?

BABINSKI- Ko.

FOSTER- ¡Esto es para volverse loco! ¡Ka…, Ko…, Ki…! ¿Pero qué lengua es

ésta?

(BABINSKI le enseña los dientes.)

Otra vez los ruiditos—se interrumpe—.Aquellos actores creaban al doctor Vallejo. Neurólogo y poeta, a fin de cuentas. Todos creen compartir el mismo vagón.

¿Y si llamas al asistente del médico y verificas lo de la dosis?

Lo llamo, lo llamo. Y también iré a buscar limones frescos. Hay que sellar las entradas con esferas de conjuro. Bueno, no todos los limones son redondos, tú me entiendes.

No se puede hablar de este año difícil. Parecíamos ocupadas por los ruidos de todas las cabezas. Tampoco cuenta que sólo quieren financiar propuestas en clave de acciones afirmativas, espectaculares. Montajes que cooperen con la inserción de refugiados o logren fondos para las zonas damnificadas del planeta no puede ubicarse en un vagón que en realidad es un tren-manicomio-despeñadero hacia la nada.

Reapareció por las redes la muchacha que me prestó el disco de Penderecki, el del Dies Irae, que usé para la puesta. A ella le fue muy bien en televisión.

Los personajes viajan en una semioscuridad. Apenas un reflejo de las ciudades que cambian de sitio, pasando, a veces ilumina sus siluetas. La muchacha del disco estaba enamorada entonces del sonidista y recuerda aquella vida paralela creada entre los silencios, los subtextos, la luz, el sonido y el ritmo que llevaba la directora como si ella misma caminara con ellos por un hilo de funambulistas. No le preguntará por él. Para qué. En Caracas tuvieron tantos mundos que todavía alcanza. Sus nietos españoles quieren actualizarla, le muestran los fragmentos de la ópera Kiu compuesta a partir de la obra de teatro, le señalan en una calle a autores y actores vivos. Se muestra entusiasmada. Pero en realidad prefiere el recuerdo de la directora marcando las entradas de Los Lamentos de El Día del Juicio y ella al lado del sonidista como una extensión de Pederecki, de los actores, de los silencios, de la otra escena entre función y función. Cuando empezó haciendo monólogos de negrota bella en Alemania, para lo que tuvo que oscurecerse, rizarse, sacar más culo, inventarse acentos (ella que era políglota desde pequeña) entendió que se había bajado de aquel tren. A veces vuelve a leer poemas de Alfonso Vallejo. Sus nietos creen que su abuela es una gran lectora del poeta peruano estrella. Ella no los contradice. Una noche buscó por las redes a aquellas gentes de la escena de Caracas.

Espera, que me termino de vestir con algo más caliente y salgo a buscar limones.

Sigue contando. Siempre puede hacer una propuesta nueva, con la mirada de ahora y esa manera tan personal que tuvo siempre de capturar el alma del momento y de no fijar nada, de llegar y de irse, pero por lo pronto hay que calibrar la dosis, saber cuidarse porque empieza el frío de noviembre.

Ahora no paramos de reír pues al calzar una de las botas tocó algo duro al fondo. Un limón petrificado. Solía lanzarlos por las esquinas de la casa para disipar las malas vibraciones. Promete que sí, que hablará con el médico.

Más tarde vuelve a llamar. El asistente del médico se había equivocado. No era media pastilla. Que todavía no sale la orden para la resonancia magnética. Que ya todo está en orden. La casa tiene la vibración adecuada. No encontró limones, pero sí un incienso de clementines. Me envía un selfie donde luce la misma belleza de huesos largos aunque acentuada por la luz que se llevó con ella en cada emigración. También puede beberse un vinito, pues tiene el encuentro con la muchacha aquella de Penderecki, y puede: dos copas. Pienso que ahora sí hemos calibrado la lengua. Estamos preparadas para cuando lleguen.


Photo Credits: Dinapiera Di Donato

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