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Fabian Soberon
Fabian Soberon - ViceVersa Magazine

Vacilación

Es una noche húmeda y atrabiliaria. Los focos rojos y azules bailan en el cable que cuelga en la calle vacía. Lejos, zumban algunas motos y los chinos caminan lentos. En Chinatown algunos restaurantes italianos están abiertos. Es la mezcla de Little Italy y el barrio chino en su máxima expresión.

Guillermo camina con nosotros hacia el restaurante. Camina despacio, cansado. Lleva un traje gris, oscuro, y es muy alto, como un gringo. Ha llegado en auto y suele cruzar la ciudad en su bólido suburbano. Su formación como actor le ayuda en el trabajo como agente inmobiliario.

Susana se sienta y acomoda su bolso. Está cansada pero guarda en su andar esa alegría imposible de derribar. Me cuenta de sus proyectos. Un programa de TV futuro, hecho en la ciudad, con buenas ideas y perfecta resolución. El mozo se tropieza en una silla y casi tira en nuestras caras el menú. Se levanta y pide disculpas. Mi hijo se ríe. Le pido que no lo haga.

Guillermo está callado, guarda un papel en el bolso. No sé qué es. Supongo que forma parte de su trabajo. Sorpresivamente, empieza a hablar. Yo lo miro y veo en la mirada lenta una mínima huella de soledad. Guillermo usa un español neutro, una especie de rara lengua en medio de la pluralidad de acentos y expresiones.

El mozo trae los platos y los apoya en la mesa. Mi hijo empieza a comer. Guillermo me dice que extraña su casa, específicamente a su padre. Imagino el edificio en el barrio. Un auto viejo apoyado en la vereda soleada, el malecón como fondo insondable, la figura del Che como estandarte, un hombre viejo tirado en la cama.

Está grande, dice, mi padre es un viejo.

Levanto la copa y pido un brindis. Susana hace eco y todos levantan un vaso, el choque es rápido, casual. Brindamos por la amistad reciente. Hay una penumbra viscosa que nos rodea como compañía irrefutable. Unas velas iluminan apenas el salón. Es la ocasión para el asombro, la duda y las confesiones.

Estoy tan lejos de casa, dice Guillermo en un murmullo. Esta ciudad no es la misma. Ahora se ha convertido en un negocio. Está vendida. Si tú tienes dinero la cosa marcha. Si no, estás perdido.

Giro mi cara y un brillo repentino me enceguece. Es la luz amarilla de un auto que ha girado en la esquina y nos ha enfocado de frente por un instante.

Guillermo sigue. Dice que hace muchos años tenía un apetito de Nueva York y que antes había una especie de cofradía silenciosa de gente que amaba el arte, la actuación, la música y que se reunían cada tanto para hacer arte. Dice que eso ha desaparecido, que todo es negocio, que la ilusión ha muerto. Pienso en la ciudad fallecida, en la osadía del fracaso. Veo la neblina compacta en los edificios que ensombrecen el Hudson. Pienso en la ciudad como un contenedor vacío para los turistas.

Guillermo se detiene y mira la llama tímida de las velas. No hay sólo enojo en sus palabras: un odio cebado por los años corre en sus ojos como una sombra transparente, una especie de sentimiento que habla menos de la ciudad que de sí mismo. Susana lo mira como si supiera de lo que habla. ¿Qué ha pasado?, pienso. ¿Qué ha sucedido con Nueva York?

Un silencio repentino recorre la mesa. Guillermo se levanta y va al baño. Susana conversa con mi esposa y yo me quedo solo y miro a mi hijo que come con fruición.

Al rato, Guillermo vuelve y se acomoda en la silla.

Hace años que no voy, dice. Ya no tengo el recuerdo vivo.

Le digo que el tiempo pasa para todos. Y él se ríe de una forma extraña. Hay tristeza en la risa, como un cúmulo de nubes, inextricable.

Le digo que mi padre murió hace años y que daría cualquier cosa para hablar con él. Ahora es Guillermo el que se calla y escucha. No sé por qué pero pienso que mis palabras hacen eco. Su mirada es sombría. Me dice que empieza a olvidar los detalles de la cara de su padre.

Guillermo se quiere ir de Nueva York. Dice que esto ya no es lo mismo, que una cosa es la ciudad a los veinte años y otra a los cincuenta.

Pienso en el paso irremediable del tiempo como un barrido impúdico y temible. Todo cambia. Lo que antes era asombro y fascinación ahora es caída y olvido.

Guillermo se levanta y se ubica al lado de las velas. No fuma. Pero tiene la parada de los que fuman. Mira hacia el televisor que está al frente. Mira sin mirar. Estoy seguro de que piensa en su padre, en una figura anciana, macilenta, final.

Nos despedimos en el corazón del barrio chino. Sé que lo veré una vez más. No sé si me atreveré a decirle que su padre puede morir.


Photo Credits: Heather

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