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Vacaciones a los 20 contra vacaciones a los 40

Cuando tenía veinte, las vacaciones significaban no hacer nada.

Cuando llegué a los cuarenta, las vacaciones significaron no hacer nada más que citas médicas y arreglos pendientes en la casa.

Cuando tenía veinte, las vacaciones significaban relajarme porque no tenía nada que hacer.

Cuando llegué a los cuarenta, las vacaciones significaron estresarme por ver todo lo que no había hecho.

Cuando tenía veinte, las vacaciones significaban dormir todo lo que quería.

Cuando llegué a los cuarenta, las vacaciones significaron no dormir porque no había quemado toda la energía que quería.

Por ello, traemos dos diarios llenados durante las vacaciones. Uno, es de alguien que tiene veinte años y el otro, de una persona que ya entró en sus cuarenta. Veamos primero el de la persona de veinte:

“Me desperté como a las doce del mediodía del sábado con una flojera demasiado grande. Por eso no hice sino recostarme todo el día, viendo películas de Netflix. Eso lo acompañé con pizza y refresco, la combinación perfecta. Después me levanté y me fui caminando al supermercado de la esquina para comprar pan, mortadela, salsa de tomate y mayonesa para hacerme unos sándwiches. Luego me bañé con agua hirviendo -como me gusta- porque en la noche había conseguido que me prestaran el carro para ir a rumbear. Pasé buscando a varios amigos que vivían en extremos distintos de la ciudad y nos llegamos como a las diez de la noche al local. Estuvimos ahí hasta las cinco de la mañana rumbeando y grabando historias para las redes. Nos bebimos como tres botellas de vodka y después nos fuimos a cerrar la noche comiendo parrilla de carne y pollo con yuca. Llegué destruido a la casa y hediondo a cigarro, porque me fumé como dos cajas. Estaba tan molido, que me acosté sin bañarme. No dormí bien porque me dio tremendo dolor de cabeza de la bebedera. ¡No vuelvo a tomar más!”.

Ahora veamos el mismo diario, pero de una persona de cuarenta años durante sus vacaciones:

“Me desperté como a las cuatro de la mañana del sábado. ¡Qué bendición! Esperar ver el amanecer en vivo. Hasta me dio tiempo de meditar, hacer ejercicio, pagar unas cuentas pendientes y preparar los almuerzos de la semana. Cuando llegaron las doce del mediodía me tiré una siesta breve de esas que llaman power nap y después me puse a ver unos cursos en línea. Como a las tres de la tarde, como ya estaba a punto de terminar mi ayuno intermitente del día, me monté en la bicicleta y fui a la verdulería de la esquina. Compré berenjenas, tomates, acelgas, champiñones y unos pimentones para prepararme una rica ensalada que acompañé de un delicioso té verde con panela rayada. Luego, por la noche fuimos a cenar a casa de unos amigos. Es que eso de estar en la bulla de una discoteca un sábado por la noche ya no es para uno. Además, nos fuimos en taxi porque manejar ya me tiene cansado.

“Cuando llegamos a donde nuestros amigos, resulta que tenían una regla: dejar los celulares en una cesta que estaba en la entrada de la casa para que pasáramos tiempo de calidad conversando como en los viejos tiempos. ¡Gran idea! Tomamos vinito, comimos pescadito con puré de batata y como a las diez, ya estábamos listos. ¡Qué bendición llegar temprano un sábado en la noche para dormir como Dios manda! Entramos a la casa, me di una ducha con agua fría para tonificar la piel y bajar la tensión. ¡Qué rico! Dormí como un bebé hasta que se hicieron las cuatro de la mañana y volví a despertarme, pero esta vez para hacer yoga”.

Es que mientras más pasan los años, más cosas busca hacer uno con el tiempo que le queda. Por eso, a los veinte, uno le decía a todo el mundo que salía de vacaciones, emocionado. Ahora, a los cuarenta, uno no dice nada. Más bien se desaparece y apaga el celular. No vaya a ser que se manifieste alguien del trabajo con alguna emergencia y termine arruinándonos toda esa semana de divertidas y enriquecedoras citas médicas.


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