La utopía es un faro en la niebla, una luz tenue que parpadea con desgana. El siglo veinte ha matado el deseo de utopías. Ya nadie cree en ellas. Por eso vivimos en la tiniebla, en la noche larga, como si el presente fuera una lenta agonía en la que la única felicidad es el consumo y el estrépito de lo fútil, lo fugaz, lo que brilla por un instante y después se pierde en la nada.
Este es el tiempo del eclipse de las utopías, dice un historiador. Tratar de encender la llama o dejar que se apague: esa es la cuestión.
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