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Uruguay y la reminiscencia mexicana

La primera vez terminé con tres agujeros en la franela, estaba terminando el verano y salíamos del jardín des plants. Aquella vez me había quedado enganchado en los alambres de púas cuando intentaba saltar el muro del jardín. Era de noche, obviamente era de noche, pocas personas saltan muros de día y mientras hacíamos equilibrio sobre el borde de piedras -porque aún era muy alto para saltar a la calle- veíamos las siluetas de las personas que iban caminando en el lado externo del muro obligándonos a saltar antes de que nos vieran. Las veces que he ido siempre siento que hay alguien que nos puede ver cuando entramos o cuando salimos, pero simplemente no nos prestan atención. Para que algo sea ilegal tiene que haber consecuencias y siempre que entramos somos menos que fantasmas; es un código de silencio, puedes estar ilegalmente mientras no molestes (tanto). Entrábamos al otoño cuando salíamos de un salto, de nuevo estábamos en la calle, legales, subimos los cuellos de nuestros abrigos y refugiamos las manos en los bolsillos, comenzamos a caminar sobre el asfalto, olvidando que habíamos saltado desde unos tres metros de altura. Caminábamos, sí, como si viniésemos de cruzar una esquina vacía.

Aquella noche había recibido un mensaje en mi celular «vení para hablar del proyecto» «¿a tu casa?» «No, estoy al jardín, llegá rápido que es al lado de tu casa» «sí, voy» Mientras caminaba me preguntaba si su nombre tenía que ver con su inclinación de estar siempre en un jardín, ya varias veces la había encontrado entre los espacios verdes de la universidad usando aretes de hojas o flores. En menos de diez minutos me encontraba sobre el muro, pude ver entre la oscuridad la aureola roja de su cigarrillo encenderse con una larga inhalación, desapareció el faro y justo a los segundos apareció otro al lado, «ah, está con su novio» me dije. Para entrar al jardín es diferente que para salir, hay que subirse a un árbol y bajar entre sus ramas. Nada difícil.

Me recibieron con un vaso de vino y los tres besos correspondientes. En esta región de Francia se dan tres besos con cada saludo y cada despedida. Comenzamos a caminar mientras bebíamos, íbamos hasta el observatorio astronómico para luego ir a ver si habían dejado la puerta del invernadero abierto y así no pasar tanto frio. Cerrado. De igual forma casi siempre nos sentamos al frente del estanque del cual saltan ranas, y entre la presencia de esos reptiles saltando y su novio que es mexicano, me hacían acordar de Juan Rulfo y de Macario y de los inocentes y múltiples asesinatos.

Pensando en asesinatos me daba cuenta -a medida que ella me hablaba- que aunque desde hace tanto tiempo sabemos que las palabras matan, ignoramos que los acentos son los torturadores discretos. Se puede esquivar una bala, sí, al igual que una palabra, pero el sonido del gatillo, del arma al dispararse, del acento pronunciado, siempre ya es tarde cuando colocas las manos sobre los oídos. Ella insistía con las preguntas, que cuándo iba a terminar el video, que cuánto me falta, que cómo va quedando, bailé para ustedes, che, y nada, y en aquel momento yo solo escuchaba los sonidos mas no le atendía a las palabras. Ellos dos fumaban, si algo podía delatar nuestra madrugada presencia en el jardín eran los aros de fuego alrededor de sus labios y el humo que se expandía como saliendo de la boca de un fusil. Recordaba que la primera vez en el jardín des plants había terminado con tres agujeros en la franela ¿Cuántos tendría ya ahora?

Veía las ranas saltar fuera del estanque y a Macario aplastando una a una. ¿Cuántas ranas asesinó Juan Rulfo en su cuento mientras lo escribía? Comencé a ver alrededor, buscando la flor de obelisco del cuento a la cual yo llamo cayena, y ahora es que me daba cuenta que en Francia no he visto ninguna. «Ya falta poco, se tarda lo que se tiene que tardar, pero ya no falta nada».

Éramos nosotros los que tardábamos, la madrugada no esperaba nuestra partida. Comenzaba a alejarse dejándonos sin escondite dentro del jardin de plants. Nos dirigimos al muro, salíamos del otoño apoyando nuestros pies en los huecos de las paredes, esta vez no había siluetas, saltamos sin apuro esquivando los alambres. Pensé no haber sentido nada, sin embargo al estar en la calle ya era el comienzo del invierno. Subimos nuevamente los cuellos de nuestros abrigos y refugiamos las manos, estábamos cerca de despedirnos cuando ella me avisa -aún con un aro de fuego en su boca- que tengo una mancha en el abrigo, húmeda. Bajo el cierre, deshago los botones y de pronto, sin ningún agujero visible, observo una marca de una flor de sangre.


Photo Credits: Yağmur Adam

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