Un hombre habla todos los días, a la madrugada, en una habitación del hotel Paradise, en Brooklyn. Tiene la voz grave, cavernosa, como si fuera un bajo.
Un día de nieve el hombre entra a la pieza apurado, urgido. Unos ruidos sordos se escuchan detrás de la pared que compartimos. Golpea con insistencia. Y toma lo que parece el teléfono y habla. ¿Habla solo? No se oye a nadie del otro lado.
Al día siguiente, el hombre se demora en ciertos aspectos del clima, enumera las jornadas nubosas y evalúa los favores de la lluvia continua. Luego repite las frases, como si alguien no entendiera lo que dice. Cada tanto, hace pausas. El silencio inunda la escena como una serpiente. Por momentos, se oye la voz estridente y tímida de una mujer.
Al finalizar la semana, a la misma hora, el hombre retoma su plática. Entiendo la mitad de lo que dice. Habla en inglés y en ruso, o en alguna lengua eslava. Quizás prepara una clase para la universidad. O es vendedor ambulante y añade acciones a su perfomance de marketing.
Los días siguientes repite la rutina de las llamadas y los monólogos. Habla durante horas con pausas que solo acentúan el carácter mecánico de los ciclos.
No quiero tocarle la puerta. No sé quién es, no he visto su cara. Pienso: ¿esa es la forma patética de la soledad?
En los días sucesivos, el hombre no se detiene. Habla con una intensidad que alarma: en cada palabra se le va la vida. De ese modo encontrará el fin. Supongo que una de esas palabras lo tragará.