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Javier Camacho Miranda
viceversa mag

Una suerte de peregrinaje extraterrestre

Durante la noche del sábado 8 de enero de 2016 casi cometí mi primer crimen metafísico. En un arrebato de fanatismo coloqué con un par de imanes una foto de David Bowie en la nevera de casa. Un día antes el artista británico había cumplido 69 años, y para conmemorar la ocasión editó a nivel mundial su vigésimo quinto álbum, un creativo e impecablemente ejecutado testimonio de jazz-rock titulado Blackstar.

En la mañana siguiente me despertó un mensaje de un amigo cercano, que en tres palabras resumía la peor noticia de la jornada: “Falleció el marciano”. Vi el texto por un rato sin entender todavía a quién se refería, pero al llegar a la cocina la nevera me encaró y comprendí todo. “Coño, matamos a Bowie”. Alejandra me miró confundida antes de servir el café, y luego de una rápida actualización de información, cortesía de las bondades Android, me dijo entre seria y triste: “No lo matamos nosotros, lo mató un cáncer terminal”. Pero en el fondo ella también dudaba.

A casi un año de ese particular fin de semana, y luego de una breve escala en Madrid, la pista de aterrizaje del aeropuerto de Luton nos recibía con -4°C y una llovizna afilada. Nadie quiere cargar con un muerto encima, y mucho menos si el finado es uno de los compositores e intérpretes más ilustres (y camaleónicos) de la música popular. Así que, luego de confirmar que se iba a presentar en Londres el regalo póstumo de Bowie para la humanidad, un musical que escribió a cuatro manos con el dramaturgo irlandés Enda Walsh, supe que la mejor manera de intentar comprender la conexión de mi nevera con el más allá era ver esa pieza.

Los tickets para el teatro estaban en la bandeja de entrada mucho antes de tener asegurado el dinero necesario para los pasajes. Gracias a esa presión adicional pudimos multiplicar los esfuerzos laborales para alcanzar la meta, que en el tren vía a la estación internacional de St. Pancras comenzaba a parecerse mucho a una fusión entre fragmentos de canciones de Damon Albarn e imágenes escritas por Nick Hornby. Y los tres días que precedieron a la función nos sirvieron para respirar una diminuta parte del oxígeno londinense.

La inmensa capital del Reino Unido exige un mínimo de diez jornadas para visitar la mayoría de los lugares turísticos, pero a nosotros se nos antojaban paseos más improvisados, como compartir unas cervezas con amistades caraqueñas en un atestado Bimbolandia a la inglesa en el corazón del Hyde Park, ante la vigilancia continua de decenas de policías prestos a someter a cualquier visitante que gritara al aire alguna frase en musulmán.

No me considero nacionalista, pero confieso que me emocioné al ver que las únicas dos obras que siempre tenían parejas de baile al frente, en el TATE Modern, estaban firmadas por los maestros Cruz-Diez y Soto. Los palacios y monumentos no eran prioridad, las tiendas de discos y libros usados en los antiguos establos de Candem Town escondían una mayor cantidad de tesoros reales, vigilados de cerca por una estatua de Amy Winehouse que mira nada y todo a la vez, preparada para conmover con la máquina del tiempo de su voz a visitantes que se detuvieran a detallar la mística e inocencia que todavía se alternan en su moño anti-gravedad.

También estaban los japoneses cruzando una y otra vez el histórico rayado frente a los estudios Abbey Road. Algunos ensayaban la foto perfecta, y otros daban la impresión de estar jugando con la paciencia de los conductores británicos. O los cánticos futbolísticos en modalidad de reposo que reverberaban en los túneles de salida del metro que desemboca a un par de cuadras del Emirates Stadium.

Justamente a tres paradas de la estación Arsenal está ubicado el teatro donde fue la presentación de Lazarus, el musical. Un recinto íntimo, colmado por un poco más de doscientas personas ansiosas de saber qué le deparará el destino a Thomas Newton, un alienígena que llegó a la tierra a mediados de la década de los setenta en búsqueda de agua para su planeta, y que terminó adicto a la ginebra y a la televisión, condenando de esta forma el futuro de toda su especie.

Bowie interpretó ese personaje en El hombre que cayó en la tierra (1976), un film de ciencia ficción de Nicolas Roeg basado en la novela homónima de Walter Tevis. Y como el otrora llamado Duque Flaco y Blanco era un acertado inconformista, se animó a compartir su visión de una hipotética secuela de aquella historia, pero esta vez como escritor y arreglista musical, dejando la tarea de la actuación al experimentado Michael C. Hall, quien entonó las composiciones seleccionadas con la misma pasión que reflejaba al asesinar a sus víctimas cuando le daba vida a Dexter, un experto forense que se hizo famoso a punta de asesinatos en serie.

Las dos horas de alucinaciones de Newton pasaron a una velocidad pasmosa, acompañadas de proyecciones en tres pantallas dispuestas a lo ancho del escenario, un cohete dibujado con pintura blanca en el centro del mismo, diez personajes secundarios y una banda que ejecutó impecablemente joyas pertenecientes al extenso repertorio de un verdadero visionario.

A través de un arco narrativo marcadamente experimental, la pieza en ningún momento da la sensación de haber sido conceptualizada para ser entendida de forma lineal, ni tampoco como la fuente de un único significado. Fue la última excentricidad alienígena de un hombre que sabía valerse de los misterios galácticos para sus creaciones, tanto en la música como en las artes escénicas. Y estoy seguro que, a pesar de las opiniones mixtas que obtuvo por parte de la crítica especializada, casi todos los fanáticos del músico que asistieron al espectáculo recibieron más de un guiño de despedida por parte del mismo en alguna sección de la obra.

Alejandra capturó su pista en la penúltima escena, cuando Valentine, uno de los personajes más viscerales del reparto, desata la furia de Newton, para luego darle paso a un monólogo desolador del segundo. Mientras que yo percibí mi seña en la estrofa inicial de la canción “No Plan”, puntualmente en un verso en el que el autor asegura estar perdido en corrientes de sonido. Y estoy completamente consciente de que el sonido no tiene forma de viajar sin aire, por lo que es imposible percibirlo en el espacio exterior. Pero eso no me impidió volver a Caracas con la tranquilidad de saber que la nevera de casa no está relacionada con la muerte de Bowie. Él mismo planeó su despegue de estos predios terrestres, y desde las estrellas continúa confirmándonos que nunca fue completamente humano.


Photo Credits: Jérôme Coppée

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