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Eduardo Vilades
Eduardo Vilades

Una sueca en levante

En Estocolmo regentaba un burdel cerca del casco histórico. Lo tenía decorado con fotografías de los años 50 del rey Gustavo y su mujer, Silvia, que había sido azafata de Scandinavian Airlines en su juventud. A mis clientes les gustaba tomar un aperitivo con mis chicas y contemplar las instantáneas de la reina vestida con uniforme azul ceñido. Además, desde el comienzo de la crisis, incluso vendía bragas y tazas con el rostro de Silvia en sus tiempos mozos. Resultó ser un buen negocio porque en las tiendas de regalos del centro de la ciudad era fácil encontrar suvenires de los reyes en conferencias de estado o en el trono, pero imágenes de la reina con 20 años y borracha solo se encontraban en mi establecimiento.  Siempre me he caracterizado por tener muy buen olfato para los negocios. De todos modos, aunque de puertas para afuera mi trabajo parecía muy excitante, sentía que me faltaba algo. Había dejado de recibir hacía muchos años y me había convertido en una simple empresaria. Bien es cierto que de vez en cuando participaba en algún rodaje porque tenía un caché que mantener y porque me encanta el sexo, elixir de vida para mí. Sin ir más lejos, tengo 50 años pero me echan 35. Con esto lo digo todo. Una mañana de primavera en que las temperaturas habían subido por primera vez desde octubre de los 30 bajo cero pasé por delante de una agencia de viajes y me quedé helada al ver un anuncio:

Disfrute de las fiestas de la Virgen del Carmen y el Cristo del Consuelo en la localidad valenciana de L’Eliana en un ambiente distendido y al más puro estilo español.

Descuento de 300 coronas suecas para quienes sitúen este pueblo en el mapa. ¡No desperdicie esta oportunidad de oro!

Algo latió en mi interior. Entré en el establecimiento (el dependiente resultó ser fan de mis películas y tuve que firmarle unos DVD) y pedí información sobre esa localidad que no había oído nombrar en mi vida. Para mí, España era sangría, toros, siesta, Julio Iglesias, corrupción y packs “me pongo hasta el culo en 48 horas por 48 euros ida y vuelta Estocolmo-Lloret de Mar”. El dependiente me comentó que, de un tiempo a esta parte, la provincia de Valencia estaba muy solicitada entre los suecos de mediana edad, que veían en ella un revulsivo para su fría y anodina vida. Mi vida no era anodina, pero sí demasiado estable. Los días pasaban sin pena ni gloria y a menudo sentía que vivía en una especie de día de la Marmota. Nunca me había gustado el orden ni la estabilidad. Mis empleadas pensaban que estaba loca, que me había dado un nublao en algún momento de mi adolescencia o que me faltaba medio verano. No quería perder mi carácter indómito y aventurero porque era mi seña de identidad. El dependiente, quien por cierto estaba de muy buen ver y tuve la oportunidad de catar en el reservado de la agencia de viajes, me puso un vídeo explicativo:

El río Turia se encajona en estas tierras valencianas formando cañones profundos y creando un espacio natural privilegiado en el que destacan el agua, el paisaje granítico, la flora y la fauna. Embelésese con las aves rapaces, alimoches, águilas imperiales, halcones y cigüeñas blancas y negras. No se pierda las suaves ondulaciones de un terreno en el que la altitud máxima es de 200 metros sobre el nivel del mar, un Mediterráneo que le espera con los brazos abiertos. ¿No está cansado de levantarse a las cinco de la mañana y ver el helado paisaje de Estocolmo? ¿No está harto de la falta de espontaneidad?

¡Cambie Abba por Francisco, el desangelado salmón por unos buenos fartons, Ikea por Muebles Amparo y Volvo por un destartalado SEAT! ¡Cambie la tez blanquecina de sus compatriotas por el moreno pasión de L’Eliana! ¡Olvídese de Hans y reemplácelo por Manolo! ¿Por qué no dejar el köttbullar en el congelador de su desabrido apartamento de diez metros cuadrados y cambiarlo por una buena paella cerca del mar?

Lo tuve claro. Tenía que huir de mi vida en Suecia, de las noches eternas en invierno, de esos hombres de rictus seco y agrio que solamente demostraban su pasión si estaban ebrios, del frío, de las comidas insípidas, del salmón enlatado, de la falta de alegría.

El 12 de julio cogí un avión de Estocolmo a Madrid y, tras 45 minutos de espera en Atocha, mi tren partió rumbo a Valencia, donde tomé un autobús a L’Eliana. Me sorprendió bastante que en tan solo una hora y media me plantase en la capital de la provincia. Tenía estudios y sabía que España no era Burkina-Faso, pero ni en sueños pensaba que dispusieran de una red de trenes de alta velocidad. En Suecia, como los raíles se congelan, nuestros trenes son propios del Pleistoceno y en invierno no nos queda más remedio que desplazarnos en trineo. Tiene su lado bueno porque hacemos ejercicio y ahorramos gasolina. Somos un pueblo muy moderno y ecológico, adalid del estado del bienestar.

La noche de mi llegada la dediqué a pasear por el municipio y sentir cómo se preparaba para sus fiestas. Me alojaba en un hotel del centro con baño compartido y cama de 80. Tengo dinero de sobra para residir en el Hilton, pero siempre me ha gustado mezclarme entre la turba para sentir el pálpito de la gente. Lo que más me gustó fueron los cohetes. Al principio me asusté un poco porque me parecía un acto de terrorismo y tuve que acostumbrarme a estar tomando un café tranquilamente en la plaza mayor y dar un brinco por el sonido de un petardo lanzado por un niño de tres años cuyos padres aplaudían como si hubiese descubierto la penicilina. En Suecia ya me habían advertido de que los valencianos están obsesionados con el ruido y el fuego. Paulatinamente fui cogiendo cariño a los cohetes. Con el paso de los años hasta yo misma los lanzaría desde mi ventana para celebrar cualquier acontecimiento de la vida cotidiana, como encontrarse dos euros en la calle o la bajada de precio de la carne en adobo en el supermercado.

A la mañana siguiente acudí al Ayuntamiento para participar en un recorrido turístico por el pueblo. Me daba un poco de pereza porque soy muy autodidacta y me gusta descubrir por mi cuenta los lugares a los que viajo, pero me lancé a la piscina. También me animó el precio: 2 euros. ¡Hasta me costaba hacer la conversión a coronas suecas! Por esa cantidad en Estocolmo no tienes ni para un vaso de agua del grifo. Mi español se reducía a cinco palabras de emergencia, sin contar las que me habían enseñado las chicas del burdel, términos sin embargo que no encontraba muy apropiados como carta de presentación en el consistorio.

Nada más verle me quedé prendada. Alto, moreno, de ojos verdes, con unas cejas negras muy pobladas. Su camisa, entreabierta, mostraba una jungla en toda regla (en Suecia, los hombres de pelo en pecho solo aparecen en las enciclopedias). Su barba, muy tupida, tapaba unos labios carnosos que hicieron que me humedeciese toda entera cuando me dijo “¡usted, la extranjera, póngase ahí!”.  Hasta yo misma me sorprendí. Me había dedicado toda mi vida al negocio del sexo, no a vender bacalao en la lonja de pescado, y había catado todo tipo de hombres. Era muy difícil que alguien me excitase de aquel modo, pero Antoni lo consiguió.

Esa misma tarde, a la caída del sol, nos reunimos para disfrutar de una representación teatralizada por las calles de L’Eliana.

Fuego, luz, algarabía, besos robados a la luz de la luna, la mano de Antoni que se metía por debajo de mi falda, con el temor adolescente de que nos viese el resto de turistas. El grupo de actores realizó la pieza final en la plaza del Ayuntamiento y los turistas nos distribuimos alrededor. Apoyada en una farola, con la mano de Antoni debajo de mis bragas meciendo mis entrañas como una lavadora, quedé fascinada con el poderío del grupo teatral.

Después me enteraría de que no habían cobrado absolutamente nada. Más adelante descubriría, gracias a Antoni, que en España tan solo el 8% de los actores vive de su trabajo, de ahí que la pregunta característica cuando conoces a uno sea: “¿Eres actor? Estupendo, ¿y de qué vives?”.

Fueron siete días de pasión en los que Antoni me conquistó con el paladar. Preparaba un coulant de queso de cabra con arándanos y una torta del Casar con ibérico que me hacían enloquecer, sin contar las papas con ajoaceite y la paella. Para que la comida bajase, disfrutaba como una posesa de las embestidas que me daba contra alguna verja abandonada al más puro estilo penitenciario.

Aunque se dedicaba a organizar los recorridos turísticos por la zona del Campo del Turia, Antoni había trabajado durante mucho tiempo como gerente de prisiones, por lo que el sexo con él tenía algo de prohibido y primitivo.

Los siete días que pasé en L’Eliana se han convertido en siete años. Volví a Suecia, traspasé el burdel a mi hermana pequeña, que tenía alma de emprendedora y corazón de hurgamandera, y regresé a L’Eliana al lado de Antoni.

Desde entonces, todos los meses de julio celebramos nuestro aniversario con las fiestas de la Virgen del Carmen como telón de fondo. Seguimos disfrutando de nuestros cuerpos como gatos en celo y propagando nuestro amor a los cuatro vientos. Los cohetes de las fiestas se mezclan con nuestros gemidos de placer y las acaloradas discusiones que mantenemos. Me vuelve loca, me desespera, me entran ganas de taparle la boca con un bozal o abandonarle y regresar a Suecia.

Pero le quiero. ¿Volver a Estocolmo? ¡Ni en sueños! Como mucho que mi Antoni me lleve a Ikea para matar la morriña o que me ponga Waterloo en el coche.

FIN

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