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Photo by: oomore Chiang ©

Una nota de julio al margen de Pasajeras

Un hombre muy bello y joven cuelga del árbol a las seis, en el parque de la rutina anterior. De ahora en adelante mis bancos para oler vidas de río tendrán además de vecinos, pájaros amarillos y rojos intensos migrando según la estación, “un fruto extraño” que las invitadas del proyecto Pasajeras de Graciela Bonnet y Lesbia Quintero me ayudan a bajar en junio cuando se recreaban las tertulias y viajes por corredores virtuales cargados de colirios. Borrosa, la doble visión del mucho apretarse a las redes para no olvidar y que no nos olviden, emitía visiones fantasmas que la creatividad reeditaba.

Mientras velábamos un mundo perdido, alentados por los nacimientos incesantes en la pantalla, también estallaban los debates al lado de las nuevas formas de consumo y el país literario acostaba en mi orilla acercando otras miradas, sumergidas. Los proyectos que vuelven a confiar en la memoria En julio se intensifican junto al lagrimeo, los flotantes, los aparecidos, la guerra de captura de recursos.

La visión cuando se torna borrosa da contornos a una imagen fantasma. Una sombra sobrepuesta a la imagen principal puede ser el síntoma de una vista conectada que parpadea menos y seca los ojos. Nadie llora ya cuando pasamos el día cien del confinamiento. Se gruñe, tras bocas y narices amordazadas. Al principio perdíamos la cuenta de un ardor, la revancha de los quemados estallando para extinguir un mundo de administradores perversos. Vengar la combustión de paisajes, gentes, naciones. No en ese orden.

¿La esperada normalización seguirá exaltando una proactividad dirigida que forcejea con la memoria? ¿Nuevas ciudadanías esclarecidas, usando el tapabocas con la marca de un voto van a cuidar al otro, a trabajar para todos? Cuando la hija de mi vecina, maestra de educación especial, me trae el lubricante de los ojos y una tarjeta de invitación usando sus mitones de látex quisiera leerle algunos poemas de la antología virtual. Sentía que la complicidad que riega una zona donde no permanecer atrapada entre argumentos me cuidaba la perspectiva vapuleada. No tendríamos que quemarnos entre antorchas de emoción forzada o de rescates de la verdad.

El traductor automático ponía “Por todas partes van a defender las vidas negras”, después en todos los idiomas se pusieron a defenderlas atacando estatuas enemigas; en las reactualizaciones activistas que nos animaron al principio era difícil aclarar quién mató vidas negras para fundar, fundó vidas negras, escribió, compuso, legisló, pagó o robó para hacerse un monumento a las fundaciones, a la reconciliación y los acuerdos, a la resurrección y al olvido del asesinato en el correspondiente ciclo de perdón y asentamiento. Mi joven vecina traía dos invitaciones, no una. A la fiesta de ¿“Es niño o niña”? y a una cuarentena manifestante contra la muerte programada de las vidas más oscuras. La fruta del rencor al centro de la desesperación trivial asomaba la carimba, el sello de una quemadura oculta, según pasaban los días. No comento lo de los ahorcados. Empiezo a leerle un poema de Pasajeras[i].

Olvídese de la computadora un rato, de nada le va a servir el colirio. ¿Allá en su país las vidas negras cuentan? Hay pocas escritoras oscuras, ¿verdad? En mi país tampoco.

Consigo mostrarle a Pura Emeterio, de su país, y me explica que ella no es negra, Emeterio es india. De pronto avistamos los muchachos sordomudos que fuman marihuana en la azotea del edificio del frente y ella me traduce los gestos: El confinamiento ha traído la revolución.

—¿Estás segura qué es eso lo que acaban de decir?

En su celular tiene algo importante que quiere que yo vea. Cabezas activistas, de cuando el chavismo que entonces era correcto apoyaba las causas más correctas. En la foto, el hoy jefe de un estado democrático mortífero, trigueño de bigotes, muy incorrecto, aparecía enmarcado por dos trigueñas vestidas la una de étnica africana y la otra llevando un dos piezas típico de las vidas negras profesionales, completando el atuendo con trencitas.

Fíjese en la calidad de la ropa y el trenzado. El moreno no la tiene fácil, todo le cuesta más caro.

No me fijo. No soy experta en estrategia. En los noventa Emeterio llevó trencitas y era solidaria con los enemigos haitianos. Tampoco entiendo mucho de la fiesta que la madre de la muchacha le pelea porque no es correcto volverse blanquita, a la manera de Beyoncé, e irse a celebrar con sus amigas a Central Park la revelación de varón o hembra, lo que tiene en la barriga. Los gestos de los sordomudos, trigueños intensos y claros, hacen sombras en el verano denso que resalta en la blancura de la azotea. Tienen la belleza apetitosa de la juventud combatiente de ellos, que están organizándose contra la dictadura del blanquito.

—Mi madre está confundida —dice la chica—. Cómo se le ocurre pensar que Beyoncé es republicana.

Eso no fue lo que me dijo tu mamá. Hay muchas leyendas sobre esos partidos. —Ahora sí me animo a discutirle.

Señora, yo nací aquí ¿y usted cree que es fácil?

Los de la azotea terminan notando a mi vecina. Nunca pasa desapercibida con sus metros de piel que parecen tener doble sombra con destellos cobrizos. Sus mitones a juego con los ojos y el barbijo. Me dejó la tarjeta de invitación para la fiesta que será después de la marcha, en el jardín francés.

Lo difícil es lo del arrodillado en una sola pierna, no es bueno para ustedes. ¿No se anima a leer uno de los poemas del libro?

Ella y yo sabemos que no iré. En un mundo de rescatistas alertas, de focos por ojos y reglas religiosas no negociables de cómo compartir el aire no me gané ni la voz ni tampoco la decisión, pero sigo leyendo escritoras regadas por el mundo y me siento legítima. Acompañada en los silencios para echar a andar cambios emocionales de tiempos subterráneos.

No importa que no tengas mucho talento para vivir y la vista cada vez más baja acentúe un estado de primate que espera una anunciación más sostenible, una luz envolvente que no salga de un templo, algún zumo brotado de serotonina, acaso; la mirada borrosa captura pescados muertos que lleva la corriente este verano por el Hudson cerca de casa. La pulsión de escritura convierte ese final en nutrientes de los habitantes que seguirán pasando. Las pasajeras de esta pulsión cuidan su vida de la manera que saben, reciben, despiden, entran, siguen. Mis vecinos están tomando las grandes decisiones, por señas, con el barbijo rodado al cuello como collar.


[i] Pasajeras: Antología del cautiverio. Editorial Lector Cómplice. Sesenta autoras venezolanas reunidas por Lesbia Quintero y Graciela Bonnet. https://letralia.com/noticias/2020/06/02/pasajeras-antologia-del-cautiverio/


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