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protestas nueva york
Photo by: Jason Kuffer ©

Una noche de protestas

Camino con miedo por Lexington Ave. Es la primera vez que siento este miedo. Quiero llegar pronto a Grand Central para tomar el metro y debo caminar las cinco cuadras desde la estación de la 33St., donde el tren me dejó tirado. Pensé en caminar hacía donde estaban los desórdenes a seis o siete cuadras. Pero desistí. Solo esta vez. La oscuridad es la mejor amante de los infortunados y malos entendidos. Un carro policial pasa en silencio, pero a gran velocidad con el destello de sus luces de colores provocando una absurda ternura en calles tan faltas de cariño. Un mendigo aparece en mi camino, levanta su cabeza, luego otro y otro, aparecen como callampas putrefactas que expelen sus alcoholizadas esporas. Estiran sus manos leprosas, pero sigo. Entonces escucho esas sirenas policiales, que se acercan, como un ticket de advertencia. En realidad, se mueven por todos lados porque los desordenes están en Union Square, Times Square y en los alrededores del “Empire State”. Es una noche de protestas violentas y los policías se desdoblan para controlar la furia. En el cielo escucho el sonido de gigantescas aspas de ventiladores que me siguen. Son dos o tres helicópteros que se mueven vigilantes en una oscuridad que se precipitó de repente, como un accidente sobre Manhattan. Los carros policiales se acercan y yo comienzo a caminar de una forma extraña, como tratando de parecer una buena persona. El sonido de las sirenas policiales está más cerca. Deben ser varios carros policiales. Camino más derecho, la barbilla en alto. Siento un escalofrío en mi espalda, me siento extraño, como si ya fuera juzgado de un crimen que no he cometido. Entonces pasan, uno, dos, tres y cuatro vehículos, a gran velocidad, los cuento, de reojo, y pasan, no se detienen, y eso me deja tranquilo.

La brutalidad policial de esta ciudad es anormal. Recuerdo que el jueves pasado en el sector de “Kips bay”, cerca del medio día, estaba con “pepe grillo” en su camioneta cuando de pronto, apareció un policía por la pista de bicicletas, con una mano en la cartuchera de su arma y la otra apuntando hacia delante. Gritó “¡Stop, Stop!”. Un chico que iba montado en una de esas bicicletas Citi bike, se detuvo de golpe. Su rostro asustado de veinteañero era evidente. El policía sin provocación alguna tomó la bicicleta y la tiró lejos, como si fuera un desperdicio para el camión de reciclaje. Yo quedé impresionado. El chico quedó petrificado. Luego, el policía gritó que le mostrara los documentos, ¡demonios! ¡que se los mostrara de una vez!, pero el chico no reaccionaba, lo miraba sin entender, asustado. Pensé que no entendía le idioma, pero no, solamente estaba en shock. Le gritó dos o tres veces más mientras mantenía una mano en la cartuchera de su arma. Nos miramos con “pepe grillo”. ¿Un narcotraficante? ¿un ladrón?, ¿qué mierda amerita tanta violencia? Cuando el policía fue a su vehículo para el control de identidad, “pepe grillo” le preguntó al chico, ¿por qué te detuvieron?… “me dice que me pasé una luz roja”. ¿Eso era todo? Si, eso era todo. ¿Qué hubiera hecho yo en esa situación? De eso y de otras cosas me acuerdo mientras camino por Lexington hacia la Grand Central que me parece tan lejana.

Pero llegué bien a la estación y luego al departamento. Vi algunos videos de discriminaciones en los Estados Unidos y me puse un poco tenso. Vivir fuera de mi país me pone en esta situación, es algo nuevo pero que los afroamericanos han sentido todas sus vidas y sus vidas pasadas. Debe ser lo mismo que sienten los venezolanos, haitianos, peruanos, ecuatorianos, que ahora están en Chile con sus esposas y pequeños hijos. Racismo. Entonces siento rabia por mis compatriotas racistas, siento rabia de su mojigata maldad. Pregunta: ¿qué lleva a que alguien necesite sentirse superior al extremo de denigrar a otro?: A) Baja autoestima B) ignorancia C) Nula empatía D) Todas las anteriores.

Como a media noche logro dormir, pero cerca de las dos de la mañana me despierta el ruido de unos carros policiales que siento como el grito de espíritus comprimidos en mi habitación. Algo sucede. Me asomo a la ventana y veo un par de helicópteros dando vueltas como pequeños ojos miopes. Un repartidor de comida pasa en su bicicleta eléctrica (generalmente son latinos) y su chaleco refractario delata los frágiles movimientos de libélula trasnochada. Pero estoy en casa. En cinco horas me levantaré y veremos qué ha pasado en la «gran manzana» que aún busca una respuesta a siglos de segregación racial.


Photo by: Jason Kuffer ©

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