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Photo by: Francisco Barberis ©

Una niña en Leningrado

Una ciudad rusa se llamó primero San Petersburgo, luego Leningrado, y luego, de vuelta, San Petersburgo. Hoy muchos la conocen como el lugar del inmenso Museo Hermitage, en el antiguo Palacio de Invierno, convertido en gran colección del arte por Catalina II la Grande.

Pero esa misma ciudad, hoy sinónimo de arte y opulencia arquitectónica, con grandes calles y a orillas del río Neva, en tiempos oscuros de la segunda guerra mundial fue protagonista de un sufrimiento difícil de expresar. En septiembre de 1941, luego del inicio de la invasión alemana a Rusia, la ciudad en el norte ruso, en el mar Báltico, fue sometida a un siniestro asedio. El sitio duró 900 días. Para los alemanes la ciudad era altamente estratégica en su plan de conquista del resto de la Unión soviética. Los invasores querían vencer la resistencia de Leningrado no por el asalto directo, sino por el hambre. Además, era un golpe simbólico: tomar una ciudad cuyo nombre recordaba al líder fundador de la revolución bolchevique.

Lo que evitó la caída de la ciudad fue el Camino de la Vida, un corredor de aprovisionamiento a través del lago Ladoga que, aunque insuficiente, fue fundamental.

En el asedio de Leningrado una niña presenció la lenta marcha de la muerte. Era la hija de un panadero y una costurera. Pronto su padre murió y su madre quedó sola con una familia de cinco hijos: la niña de nuestro recuerdo, y Zhenia y Nina, Mijaíl y Leka. Mijaíl se marchó antes del sitio. Cuando empezó el asedio la niña tenía solo once años. Todos, la madre, los hermanos, dos tíos, Vasia y Lesha, y su abuela, colaboraron con el ejército en la defensa de la ciudad. Aun tan pequeña, la niña cavaba trincheras.

Un día, su hermana Nina desapareció; creyeron que había muerto, pero había sido evacuada en realidad. Nina dejó una libreta que su madre le dio a la niña. Esas hojas se convertirían en su diario. Tenía un cuaderno antes, grueso, de muchas hojas, pero lo arrojó a la estufa cuando ya no quedaba nada para la calefacción. En su diario fue anotando página a página, la muerte de cada miembro de su familia. Primero murió Zhenia, el 28 de diciembre de 1941, luego la abuelita el 25 de enero de 1942; después Leka, el 17 de marzo de 1942…

Durante el asedio, los soviéticos se defendieron por la simulación. Se recurría a altoparlantes para propagar ruidos de tranvías y conciertos que transmitían la impresión de que la vida seguía sin sobresaltos. Los alemanes libraron también su guerra psicológica: prendían cocinas para que en el aire se esparcieran olores de apetitosas comidas que al llegar a la ciudad ahondaban la angustia de sus habitantes ante aquellas fragancias de exquisitos manjares inalcanzables.

El gran compositor ruso Dimitri Shostakóvich, residente de la ciudad durante el asedio, compuso su Sinfonía 7. Mensaje musical de una población decidida a resistir. El 9 de agosto de 1942 el concierto fue retransmitido por radio en todo el mundo. La música también combatía. La artillera alemana quiso interrumpir el concierto. La réplica de las contrabaterías soviéticas lo impidió.

Además del acoso alemán, Leningrado padeció un invierno feroz, con temperaturas de más de 30 grados bajo cero. Por la ola de frío murieron miles de personas, mientras la miseria cundía. Escaseaban el combustible y el alimento. La primera medida fue reducir las raciones alimenticias. Los bienes eran tan escasos que alcanzaron precios desaforados.

La ciudad carecía de defensas antiaéreas; nada pudo hacer ante los bombardeos de los silos de almacenamiento. Y por el lago Lagoda, muchos navíos con provisiones fueron hundidos por el ataque en picada de stukas alemanes. La desesperación trepaba en intensidad; cada vez escaseaban más el azúcar, el pan, la carne. Se enviaron buzos para rescatar del fondo del lago parte de los cargamentos hundidos. Al final, las personas solo consumían un 10% de las calorías necesarias.

Cesaron los transportes públicos; se cerraron fábricas; solo los edificios militares podían consumir algo de la escasa energía. Las navajas del frío atravesaban los abrigos, llegaban hasta los huesos. Para evitar el congelamiento se quemaban bibliotecas de varios siglos; una herida al orgullo cultural de la ciudad, pero eso ya nada significaba ante las necesidades más apremiantes. Primero se comieron todos los perros, todos los gatos, todos los caballos, cuervos, ratas. Todos convertidos en tétricos platos. Pero al final, cuando los animales se acabaron, su único sucedáneo fue la carne humana. Canibalismo. Individuos enajenados asesinaban a otros para venderlos como comida. La NKVD, la policía secreta, arrestó a miles de caníbales entre comedores de cadáveres, y las personas que asesinaban muchas veces a parientes para intentar una supervivencia inhumana. Muchos asesinatos eran también para robar tarjetas de racionamiento.

Mientras el tío Vasia de la niña en Leningrado murió el 13 de abril. Y ella lo anotó en su diario. Y escribió en otra página que el tío Lesha murió el 10 de mayo de 1942, después de la medianoche.

Y el avance del hambre forzó a los sitiados a mezclar tierra con harina para hornear mínimas raciones; se comían semillas para ganado; pieles de vaca y sus huesos se hervían para hacer “mermelada de carne”, y se fermentaba aserrín o pinturas descascaradas para elaborar una suerte de sopa.

En las calles, las personas deambulaban como esqueletos fantasmales entre nieve. Hielo. Frío extremo. Muchos se desplomaban para nunca levantarse. El desfallecimiento era cotidiano. Las fauces de la serpiente de la esvástica eran cada vez más grandes, todo lo empezaban a engullir. Y la niña anotó en su diario que mama murió el 13 de mayo a las 7:30 a.m. Murieron todos. Salvo la niña, Tatiana Sávicheva.

En agosto de 1942, 140 niños fueron rescatados de la ciudad sitiada. Entre ellos estaba Tatiana. La llevaron hasta la aldea de Krasni Bor. Después de concluida la guerra, apareció el diario de la niña de Leningrado. Fue utilizado en los Juicios de Núremberg como documento probatorio contra los militares alemanes que asediaron a la población civil. En la última línea de su diario, Tatiana escribió: “Solo queda Tanya”. Al final, deteriorada de forma irreversible por el asedio, ella también murió el 1 de julio de 1944.

Cuando la serpiente de la esvástica cerró sus fauces en Leningrado, más de un millón de vidas se fueron por hambre, enfermedad, agonía, una por una. El cerco fue roto finalmente en enero de 1944, luego de una gran ofensiva del Ejército Rojo. Olga Bergholz fue una poetisa que durante el sitio trabajó en el radio de Leningrado trasmitiendo aliento y fuerza de resistencia. Luego de la liberación de la ciudad expresó: “…a pesar de tantos golpes crueles, Leningrado conservaba su orgullosa belleza. Bajo las luces azuladas, rosadas, verdes y blancas, la ciudad nos pareció tan austera y conmovedora que no nos cansábamos de contemplarla”.

Y hoy, en algunas calles de San Petersburgo, quizá un oído sensible podría escuchar las voces de los muertos, y el leve sonido del lápiz de una niña escribiendo su diario.


Photo by: Francisco Barberis ©

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