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Hector Ordonez
Hector Ordoñez - viceversa magazine

Una lengua madre en Manhattan

La primera vez que tuve una experiencia de contacto con culturas indígenas, no fue en el sureste mexicano, donde la diversidad maya aún existe, y de hecho, ni siquiera fue en mi país. Esto ocurrió en la ciudad de Nueva York, y fue algo que marcaría el curso de mi vida desde entonces hasta la actualidad.

Durante mi estancia de cinco meses en Estados Unidos, trabajé en un restaurante de comida mexicana llamado Taco-Taco, un lugar que solía recibir a jóvenes que, al igual que yo, tomaban la decisión de suspender un semestre los estudios para vivir esta experiencia de trabajo y alimentación cultural en la llamada capital del mundo.

Contrario a lo que el lector pueda imaginar en este punto, la experiencia en este restaurante podría definirla al menos, como algo muy desagradable. El hecho de que nos contrataran de manera irregular parecía dar licencia a toda clase de abusos laborales posibles en un restaurante; desde el mísero pago hasta el maltrato constante.

La dueña de aquel negocio, Lupe, era una mujer muy alta, de anchas espaldas, y a la que no recuerdo haber visto sonreír más que para ridiculizar a alguien. En alguna ocasión, Pablo, un amigo que había viajado conmigo, también mesero, resbaló estrepitosamente mientras llevaba un platillo a entregar. Se trataba de un burrito gigante, el cual salió volando y aterrizó íntegro en la barra de bebidas mientras él ya estaba espaldas al suelo.

Famoso por su mala suerte, Pablo fue citado por Lupe una semana después en la oficina de las cámaras. La mujer le exigió al muchacho hora y fecha exactas del accidente. El mesero, nervioso porque presentía un regaño descomunal, en realidad sólo estaba ahí para ser objeto de burlas y de risas humillantes mientras la mujer veía una y otra vez su caída. En otra ocasión amenazó con encerrarme con el nido de ratas que abundaba en el traspatio que funcionaba como basurero en caso de que mi velocidad en el servicio no mejorase.

A Lupe solíamos llamarla Tronchatoro, recordando la novela de Roal Dahl, “Matilda”, que luego se adaptaría en una popular película, de culto en el género infantil hasta el día de hoy. Creo que es uno de los apodos más literarios que he escuchado en mi vida, además de ser sumamente acertado y pertinente.

La actitud de esta mujer era el primer llamado al racismo y a la discriminación que existía dentro del ambiente de trabajo. Si bien todos en el restaurante podíamos ser humillados por igual, su trato era muy distinto entre los universitarios y los cocineros. Mientras que para nosotros usaba la condescendencia en el día a día, en ellos le gustaba explayar su posición de poder, al borde de comunicarles un entorno constante de dominio y opresión.

Había una puerta que no sólo representaba la separación entre meseros y cocineros, o entre las mesas y la cocina; también era el símbolo de una división cultural, de clases sociales e incluso de razas y orígenes.

“¿Has notado que los de la cocina son como animales?, Sólo hablan entre ellos en secreto y se ponen de acuerdo como en manada”, fue uno de los primeros comentarios que escuché de otro mesero y me resultó impactante. En su mayoría originarios de Oaxaca, los cocineros eran el rostro de la desigualdad y la pobreza que se vive en nuestro país. Muchos de ellos en condición de analfabetismo, me parecía increíble que hubieran llegado tan al norte sin una sola palabra de inglés.

Este ambiente de rechazo y separatismo contribuía a una actitud sumamente defensiva entre meseros y cocineros, que decidí romper a modo de consigna personal. Así comencé a comer diariamente al mismo tiempo que los cocineros y junto a ellos. Al final de cuentas, eran ellos quienes nos alimentaban  todos los días antes de empezar a trabajar, pero siempre con la puerta dividiendo a unos de otros. Posteriormente instauramos la dinámica del trueque por la cena. Ellos empacarían lo que pudieran preparar en mi mochila cuando nadie se diera cuenta, siempre y cuando yo hurtara antes un paquete de cervezas de la barra para que cerraran el restaurante al calor de unos tragos. Poco a poco nos convertimos en amigos.

Una de esas noches, mientras cerraban la cocina, me percaté que algunos de ellos hablaban en su idioma natal. La estampa de un indígena en Nueva York, con un trabajo irregular, bajo presión absoluta y huyendo de la extrema pobreza, fue algo que me marcó de por vida y que delimitaría las decisiones que tomaría a futuro, por ejemplo, mi labor como intervencionista en la ciudad de San Cristóbal de las Casas, un lugar donde por cada mexicano hay dos extranjeros y dos indígenas originarios de la sierra de Chiapas. Y es que la pobreza en América Latina generalmente tiene rostro de indígena.

“Entendería si fuera una blanca, una gringa, y que por eso nos humilla y se porta racista. Pero es de la misma raza, venimos del mismo país, de los mismos problemas, y a ella le gusta pisotear a sus paisanos”, me dijo alguna vez uno de los muchachos de Oaxaca, sobre nuestra empleadora. Las últimas noticias que tuve de Lupe, fueron que había inaugurado ya su cuarto restaurante, en el exclusivo muelle de Williamsburg, en Brooklyn, con vista a los rascacielos de Manhattan.  Sigue pagando sueldos miserables.

Nunca olvidaré esa noche en la que escuché una de las lenguas madres de mi país, en ese especial rincón del mundo llamado Manhattan.


Photo Credits: Pan American Health Organization PAHO

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