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Gabriel Bellomo

Una infancia extranjera

                                                                               “Nunca fui más que un vestigio y un simulacro para mí”

Fernando Pessoa

Se trata de una foto a mis tres años, en la escalera del departamento de alquiler en el que viví hasta los ocho con mis padres, mi abuela materna y mi hermano menor —un rectángulo de pocos metros cuadrados en el único primer piso de una cuadra de casas bajas, curiosamente habitadas en su mayoría por europeos del este: polacos, checoeslovacos, alemanes, rusos, búlgaros… En la foto, enfocada de abajo hacia arriba, de lado, miro o aparento mirar la balaustrada de mampostería que encerraba en dos tramos la sinuosa geometría de la escalera pintada a la cal, de un blanco tiza. Hoy, tanto tiempo después, de las casas de esa cuadra ya casi ninguna queda en pie. De los mayores que las habitaban, casi nadie. Algunas de esas casas fueron demolidas o reformadas hasta su extinción; otras quedaron ocultas tras fachadas de comercios semejantes a escenografías de películas de bajo presupuesto. Como sea, me gusta pensar que aquellos emigrados entre quienes crecí (y sus casas), predestinaron una infancia exiliada y, como tal, extranjera. Y una infancia extranjera signa una vida extranjera, ajena casi a todo y a todos y, más que nada, a uno mismo.

Pero volvamos a las primeras líneas del párrafo anterior, retomemos la cuestión a partir de búlgaros… Al departamento se accedía a través de la casa contigua de la que formaba parte —uno atravesaba un angosto pasillo que separaba las dos construcciones, se adentraba en un patio de baldosas y doblaba a la izquierda para enfrentar el hueco donde nacía la escalera que aparece recortada en la foto y en la que pasé horas sentado, las piernas casi colgando de los altos escalones grises, los ojos fijos quien sabe en qué y adónde, como no sea en el desierto mental del presente puro a esa temprana edad. En fin, el departamento tenía un balcón que daba a la calle y el balcón y la escalera eran, por cierto, las únicas vías de escape al figurado encierro —descartado el inaccesible ventilete pegado al cielorraso del baño y una ventanita en la cocina que se abría al vacío de la escalera (un sueño recurrente de infancia que inició la serie de caídas en estilo libre: me precipitaba desde el descanso superior de la escalera y el abismo, que físicamente acababa en el patio de baldosas, se ahondaba a velocidad constante hasta que sobrevenía el ahogo en el que despertaba).

En el balcón, en verano. Terminada la cena, salíamos con mi abuela para ver las estrellas. Ella, que no había cursado más de dos grados de la escuela primaria y atesoraba un viejo libro de astronomía de tapas de pasta, me señalaba sin vacilar el lucero, las tres marías, la cruz del sur y, por lo bajo, como avergonzada por el uso de una lengua muerta que se ignora, susurraba las todavía para mí enigmáticas constelaciones: Orion, Lupus, Corvus. Sospecho que ella releería los textos de aquél libro y memorizaría esos mágicos mapas estelares, y que lo haría de noche, en su cama. No obstante, me resulta inconcebible en qué rincón del departamento dormía, con qué luz de lámpara se alumbraba que no nos molestara a mí, a mi hermano y que, de paso, no la delatara. Aunque todas esas preguntas contienen una única pregunta: ¿por qué no conservo una sola imagen del interior del departamento?… Es como si, en un sentido, el departamento no hubiera estado nunca íntegramente ahí, nada más las paredes exteriores, la escalera, el balcón (una maqueta), como si el departamento en sí mismo, y de paso yo, no hubiéramos existido. Tan simétrico y opuesto a ese sentimiento de fragilidad e inconsistencia, es el recuerdo de mi abuela —su presencia que apenas se insinuaba, la voz suave y profunda, las pausas interminables, la mirada honda y reflexiva, el andar sigiloso, las maneras delicadas, la bondad infinita, una mujer ineludible, cariñosa y, ocasionalmente, distante, y acaso esto último, por los avatares de un pasado que aún le causaría pena o desconcierto, tanto como el que experimentaría conmigo sobre sus rodillas, los dos en un insignificante banquito en el balcón, contemplando absortos el inabarcable misterio del universo.

Otra vez en el balcón, otra escena sorprendente: poco antes de mudarnos, por lo que yo tendría ya ocho años, me veo haciendo allí ejercicios respiratorios para el tratamiento de mis bronquios enfermos. El aparato prescripto por el médico consistía en dos recipientes de vidrio conectados entre sí y, asimismo (por un tubo de goma revestido de un hilo multicolor) a una mascarilla que sujetaba a mi boca. Con mi flaco torso al descubierto exhalaba en uno de los recipientes e inhalaba del otro. El extraño artefacto desapareció con la mudanza y no sé si habré curado y, en tal caso, de qué. Tampoco sé muy bien por qué, de la evocación de los ejercicios respiratorios paso a la de los libros que, por esa misma época, comenzaba a leer: Verne, Salgari, Twain, Poe, Irving, historias con las que me dormía (el libro sobre mí o en el piso junto a la cama), supongo que inducido por la inminencia de la travesía del pasaje apariencial de la ficción al sueño, y por la intuición de estar representando cada día más seriamente al otro, al extranjero —el apartado, el inmigrante, el refugiado— que me incitaba, con astucia, a la lectura, sabiendo que tarde o temprano, mediante estrategias de evasión y a través de mi propia escritura, leer y escribir terminarían siendo una misma inseparable operación especular que proscribiría la realidad. El extranjero me sustituía entonces lenta y sutilmente, con la serenidad de lo inefable, por lo que ya era alguien ensimismado y solitario, un chico silencioso, de algún modo perdido.

Antes mencioné la realidad y vuelvo a la realidad de unas notas de viaje del escritor Manuel Rodríguez Rivero que junto a su esposa y bajo el sol calcinante de Mississippi, peregrinó, desde New Albany hasta Oxford, tras el inasible espectro de William Faulkner, y de su no menos espectral comarca: Yoknapataupha. Transcribo literalmente el bello pasaje que forma parte de esas notas: “En esto de los territorios literarios el atlas es inagotable, porque los escritores tienen dos geografías: la real y la doblemente real, la imaginaria”.

Un fotógrafo detecta huellas de pies en la arena, la decrepitud de dos manos inestables asidas al borde de una mesa, la violencia de la guerra o del paso del tiempo en un edificio derruido, la repetición de lo que eternamente el mar lleva y trae y transitoriamente deposita en la línea de resaca, la sugestiva pose de un pequeño de tres años que parece enfrentar su destino sentado en una escalera, y es como si su lealtad puesta en el riguroso acto de mirar, causara el fenómeno. El escritor, en cambio, contempla furtivamente al hombre que lee el diario en el vagón del subte, o a la joven que trata de ocultar el llanto sentada a la mesa de un bar, o un libro y un par de lentes abandonados sobre una lona color naranja en una playa en declive, para traicionar al cabo esas escenas con el doble tamiz de su memoria y su escritura, ya que es así como se conforma la materia de su obra, en la vacilación entre la propia existencia y la de los otros y las cosas, que le son siempre esquivas —y, sin embargo, cómo dudar del horror de un joven viajante de comercio que tras un sueño intranquilo amanece convertido en insecto, o de la perplejidad del hombre que recibe en su trabajo un telegrama con la noticia de la muerte de la madre y lo primero que piensa es si su madre murió hoy, o ayer.

Es certera la notación del peregrino de Faulkner: en la vida de todo escritor hay un territorio a la vez real e imaginario —por qué no un remoto departamento que aún lo inquieta— al que una y otra vez fatalmente regresa, conciente de que cuanto más innegable se torne su escritura, más difícil le será reconocerse y recordar a qué hora de qué año de su infancia comenzó a extraviarse allí para ser finalmente el otro, el extranjero.


Photo Credits: Gerold Schneider

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