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Robert Velasco Castañeda

Una hora más

Para derrotar el insomnio Damaris decidió contar ovejas. No pasó de la número veinte. La noche se iba quitando los ruidos y luego los sonidos minuto a minuto, dejando escuchar algunos susurros oscuros y entrever alguna que otra luz silenciosa. Las ovejas se perdieron en el vasto horizonte de la memoria y prefirieron ir a pastar a los recuerdos. Damaris se concentró tratando de pensar en algo que le produjese descanso, que le calmara la mente, y que pusiera orden al caos; era de noche y debía dormir.

La insomnia había agotado todos sus recursos para conciliar la realidad con el mundo onírico, y de pronto el más tenue sonido de su entorno empezó a cobrar fuerza, mientras la noche se llevaba en el río de los minutos todo vestigio del día, Damaris se concentraba en la más leve perturbación. En un principio creyó que se trataba de una gota de agua cayendo de  algún grifo, luego se dio cuenta que muy cerca de ella se encontraba el pequeño gato de plástico que movía su extremidad izquierda llamando la buena suerte sobre un montículo de monedas. La mano, o la pata, o la única parte móvil de aquel artefacto supersticioso rozaba el viento produciendo un minúsculo ruido como una exhalación entrecortada de un ser diminuto e invisible.

Damaris reemplazó los personajes ovinos y comenzó a contar cada ida y venida de la extremidad felina. Pasó el número veinte. Buena señal. Cincuenta movimientos pendulares. Cien. En su mente veía el rostro intacto y artificial del gato, imaginaba, acudiendo al recuerdo inmediato, las inscripciones chinas que  resaltaban en todo el cuerpo del amuleto, “¿Qué significaban?” Pensó Damaris y de nuevo volvió el caos.

No había más recursos, sabía que no los encontraría, así que la desvelada recomenzó su cómputo gatuno. Quinientos. Trataba de no pensar en los caracteres orientales que parecían cicatrices queloides sobre el cuerpo plateado del felino, tampoco en su rostro, en nada; sólo la mano importaba, Brahms y su canción de cuna, Damaris contaba las figuras que cabían en un compás, compuso su propio arrullo. 

Ya en el número mil quinientos cincuenta y dos el objeto cesó su movimiento. Damaris abrió los ojos y efectivamente la noche parecía muda, todo había dejado de sonar y de moverse. Desconcertada, procuró sentarse sobre la cama en la densa oscuridad y con el ceño fruncido descendió de ella para arrojar sobre la superficie nocturna un poco de luz. Nada. Ni luz, ni ruidos. Ahora su estado se tornó en confusión. Tanteó en la oscuridad para poder hallar su teléfono celular; lo encontró debajo de la cama. Presionó cualquier botón y  la luz se hizo en la tiniebla, notó sin embargo que la hora no avanzaba desde el momento en que decidió contar ovejas, veintiuno cero cinco, sabía que sólo los relojes mecánicos tenían el atributo de congelar el tiempo por falta de baterías, pero su móvil no tenía tal cualidad y su confusión ya era una especie de histeria.

Lo primero que pensó fue que todo se trataba de un sueño como en las películas o en los cuentos, que de tanto contar el vaivén de su amuleto se olvidó del insomnio y se adentró en el sueño siendo parte de él, sintiendo su propio cuerpo, incluso pensando que todo era real. Culpó al gato. Con su dispositivo móvil lo buscó donde debía estar y allí estaba: con su extremidad plástica suspendida en la mitad de un movimiento pendular, “se le acabaron las baterías” pensó. 

Sin la noción del tiempo y de nuevo con insomnio, Damaris decidió salir por un poco de agua y trató de buscar en la oscuridad la puerta de la habitación. Para sorpresa y en contra de toda lógica, nuestra dama desvelada no la encontró y su histeria dejaba ver indicios de paranoia, desesperada quiso gritar y su voz delgada y elegante se tornó en una especie de gemido ahogado que fuera de su cuerpo resultaba inaudible.

Al pasar por tantos estados y alteraciones Damaris llegó a la resignación. Dejó que la luz del celular se extinguiera, procuró olvidar el vaso con agua, la puerta, el reloj, la oscuridad y finalmente el gato de la buena suerte. Acto seguido cerró sus ojos sintiendo que su corazón se impulsaba con el miedo. No durmió. De nuevo el insomnio. Contó los  latidos reconociendo su cuerpo a través de la arritmia cardiaca. Oscuridad. Claridad. Silencio. La alarma. La mañana y la luz y de nuevo la puerta, el gato con su perpetuo movimiento ya inaudible, el reloj mostrando las nueve y cinco, y fue ahí, en ese instante, cuando recordó que debía levantarse a las ocho.   FIN.

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