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keila vall de la ville
Photo by: phil nunnally © May 20, 2017 Durham, NC

Hide and Seek: Una guerrera

Me gustan los bares de los restaurantes. Me gusta comer en las barras junto y no siempre frente a quien me acompaña, sentir que somos dos o tres alineados y fronterizos ante el sinfín mundo. Saber que con sólo extender un poco un dedo te puedo tocar. Me gusta ser testigo del movimiento de las personas a cargo del misterioso mundo de los licores y los amargos y los melados que yo no tomo y seré honesta: no tomaré. Para mí en cambio un Dirty Shaken Martini con tres aceitunas. Un whiskey en las rocas. Para mí una copa de vino tinto. Si estoy en México tomaré un vaso corto de tequila. Eso es. Como fuere no son las preparaciones usualmente demasiado empalagosas y estridentes, ni las mínimas que sí me hablan lo que me lleva a la afición por las barras. Me gusta ver las botellas de cristales y el comportamiento de sus contenidos color ámbar, color café, color bermellón, color mineral bajo los focos de luz. Es probable que me pierda en la estética y la oferta tras las etiquetas, las formas, los reflejos de aquella colección que me resulta siempre extraña y que veo con desgano y curiosidad, con des/interés. Me gusta la coreografía de quienes se encargan de todo aquello tras la barra, como dije. Pero sobre todo, me gusta el clima.

El clima en las barras de los restaurantes es otro. Compartes la misma locación euclidiana de quienes se sientan en las mesas tras de ti, y sin embargo, tu ubicación es otra, estás en otro lugar. Si hay un espejo tras las botellas verás tras de ti el reflejo de las personas entrar y salir, tal vez dirigirse al baño, quizás hablar con el anfitrión y esperar por su lugar en la mesa de turno. Verás a una madre en cuclillas acomodando la bufanda al niño aún demasiado pequeño para encargarse de sí mismo. A la pareja guardando el paraguas empapado e intentado reacomodarse antes de terminar de entrar. Todo lo que somos te unirá a esas personas y sus desplazamientos, a esa madre, a esa pareja. A la vez, te sabrás cómodamente instalada en una tregua. Eres testigo. Estás fuera del restaurante.

Y hay algo más, no ocurre siempre, pero estos lugares son dados a la conversación con extraños lo que en primera instancia puede resultar inconveniente y si eres tímida más. Y me corregiré, no se trata de timidez, ya está bueno de todo esto: si vives ocupada contigo, si vives entretenida contigo, hablar no siempre provoca. Y si a tus tendencias antisociales añades la extranjería, extranjería real, legal, migrante, puede que conversar sencillamente de pereza. Es trabajoso intentar que te entiendan, con disimulo enfrentar la expresión tan correcta y educada de la persona frente a ti que a su vez intenta rodar bajo la alfombra su propia desaplicación ante tu incómodo exotismo. No siempre quieres esto. La persona descubre después del primer intercambio breve, primeras dos palabras, que tu inglés de léxico privilegiado lleva mella y eso puede llevarte a dos destinos, a la despedida rauda: fue lindo mientras duró; a la conversación atenta: quiero saberlo todo.

Puede que el roce entristezca.

Como fuere la gente acá es educada, está acostumbrada a la diversidad y además vive con un temor feroz a la incorrección política. Esto es Nueva York, no diré melting pot porque la expresión me tiene harta, me desagrada la imagen, no diré melting pot. Aunque no siempre quieras hablar, pase lo que pase conformas una logia junto a las otras personas solitarias o acompañadas en una barra. Eres junto a ellas la desviación de la norma.

Hay barras en las que quienes las atienden te presentan por nombre de pila a los vecinos y con el nombre te entregan un ticket: un pasaje a la instancia en la que toda conversación es permitida, una vuelta de tuerca. Toda dinámica o expectativa es ahora posible.

Hace dos días gracias a Ryan el bartender conocimos a Joey, probablemente Josephine, la exbailarina que nunca dijo que lo era. Nos sonreímos mutuamente, pasaron varios minutos. El tiempo transcurrido entre la llegada de una copa de vino Prioriat que me recordó a Barcelona, a Cataluña, a mis abuelos, a mi primer viaje transatlántico en solitario desde que me convertí en mamá, hace dos años, y el último sorbo de esa misma copa. Yo he estado buscando lentes nuevos y ella había dejado unos preciosos, redondos, de metal (no sé cómo explicar su aura, me recordaron a la película Brasil) junto a una revista The New York Times. Llegó su sopa, una crema color verde pistacho. La vi de reojo desarraigar quirúrgicamente y con la seguridad de quien conoce el platillo conoce el adorno conoce lo que le gusta y lo que no, unos palitos color naranja que se me antojaron azafrán o ralladura de calabaza al horno, esto es irrelevante, se imaginará el color, flotando sobre una finísima galleta de parmesano, supongo. Atraída por sus movimientos francos y desde una mirada sensible pues me interesan los tatuajes, ahora además de los lentes cautivadores descubrí en el lado interno de su muñeca derecha un ocho acostado, el símbolo infinito.

Los rituales de pasaje me inquietan, hay viajes que no se olvidan y que por lo contrario se reformulan contigo en la medida en que pasa el tiempo. Los procesas una y otra vez. Son viajes eternos, a los que retornas eternamente. Durante meses recorrí un sitio mítico, un lugar sagrado y no lo digo en sentido alegórico, y el brillo negro de aquel río Negro y quién sabe qué más, quedó incrustado aquí. La conciencia sobre la posibilidad de recomenzar el tiempo no me abandonó jamás. Uno de los tatuajes que me haré tiene que ver con el eterno retorno, con el eterno renacimiento de todo lo que hay. De cierto modo Joey, probablemente Josephine, quizás exbailarina, con su tatuaje me recordó al mío aún inexistente.

Como suele ocurrir cuando ves el primero buscas el segundo y lo encontré, una serie de mínimas estrellas en la muñeca opuesta. No pareció tener tres.

Nos miramos. Nos sonreímos. Le pregunté si me mostraba sus lentes y me los entregó. Ya había tenido lugar la pregunta de rigor: de dónde son. La expresión preocupada y generosa que agradezco siempre cuando digo que soy venezolana, también había ocurrido. Y la curiosidad por nuestra asiduidad al lugar sin dudas sabiendo la respuesta: vamos poco, había sido manifestada. Venimos poco aunque nos guste tanto y nos quede cerca. Cuando lo hacemos suele ser acompañados de personas bajitas que requieren cuido y una mesa donde apoyar sus libros y tumbar los vasos de agua y un lugar desde donde dejar caer los cubiertos, pero sobre todo, un lugar desde el que nos puedan ver de frente y en el que nosotros contemos con su atención. Estuve tentada a escribir acá la palabra total antes de la palabra atención pero a quién engaño. No la dan ni la darán, y eso está bien.

Joey no había iba aún a medio camino con su sopa a esas alturas sin duda helada, cuando Ryan le preguntó con confianza si la quería para llevar. Ella le agradeció el gesto entrometido. Fue extraño y bonito, en ese momento se volteó hacia mí como excusándolo, admitiendo haber ordenado de más, no había comido nada en todo el día y se había dejado llevar por el deseo. Ryan me conoce y sabe que no puedo comer tanto, dijo.

Joey no bebía. Brevísimos minutos más tarde nuestro puente nuestro anfitrión nuestro benefactor, le traía una omelette con papas fritas. Joey es viuda desde hace treinta años. Tiene dos hijas que viven lejos y luego de un accidente automovilístico y dos caídas tontas, ha sobrevivido veintiocho operaciones en la columna, el cuello, la cadera, el colon. No sé dónde más. Joey vive cerca. De aquella barra ha salido con hombres que la usaron, eso dijo, he salido con hombres que me trataron con desprecio. El último fue a mi casa, pretendió mis cuidos, me pidió masajes y con esta espalda se los di, dijo, para luego irse tratándome como un patán. Yo pensé que Joey compartía mucho, tal vez de más por su propio bien, conmigo estaba a salvo, ¿pero lo estaría con otra persona desconocida? Ya sabía la respuesta.

A partir de cierto momento noté de reojo que comía de pie, pensé que estaba incómoda, tal vez no nos escuchaba bien. Ofrecí acercarnos para que se pudiera sentar, estar bien, estar tranquila. Respondió muchísimas gracias, yo no me puedo sentar. Yo nunca me siento, el dolor no me deja. Joey, ya lo dije: no toma. Pero a esas alturas de la noche mirando sus pupilas tan despiertas, admirada por su honestidad y su falta de filtros o protecciones, yo estaba segura de su uso de opio, nadie aguanta así como así el suplicio que admitió sentir. Comentó también que baila hasta su casa al despedirse de esa barra en la que come poco, de pie, con Ryan o con extraños, varias veces por semana.

Era tarde. Joey, tal vez Josephine, exbailarina y sobreviviente, guardó sus lentes, su revista, tomó su bolsa con la sopa empaquetada. Y así como así, se despidió dejándonos buenos deseos.

No más cruzó la puerta, Ryan nos dijo gracias, gracias por hacerle compañía. Ha tenido un año difícil.

Es una guerrera, le respondí. Ryan subió la mirada mientras secaba una copa con una servilleta blanca. Una guerrera, dijo afirmando con la cabeza, apenas asomando una media sonrisa. Una guerrera, repitió, esa es una excelente manera de verla.


Photo by: phil nunnally ©

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