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abraham pape
Photo Credits: Brandon ©

Una crónica cursi

El vuelo a la Ciudad de México fue retrasado debido a condiciones climáticas. Tuvimos que esperar cinco horas en el aeropuerto de Huatulco, Oaxaca, que es pequeño, y no pasó mucho tiempo para que se llenara de viajeros desesperados. Los niños jugaban, Paola y yo conversábamos cuando de un momento a otro dejé de sentir los glúteos. Mi cuerpo ha experimentado cambios naturales y a mis casi 40 ya no soporto estar sentado por periodos largos. De cierta forma, esto también ha sido culpa de los aeropuertos que han sido cómplices de las mutilaciones que he sufrido con los años.

Cinco días después me despedí de mi familia en el aeropuerto Benito Juárez, en México. El corazón se me desmoronó. Mientras caminaba por el laberinto hacia seguridad, mi hija soportaba las lágrimas y su manita temblaba con un bamboleo tristón. No nos cansamos de despedirnos, aún cuando las vallas que separan a los viajeros de los que se quedan ya sólo permitían ver partes delineadas de nuestros cuerpos.

Yo he viajado muy poco. Sin embargo, las veces que he estado en un aeropuerto se infiltra en mis venas un amargo sentimiento de abandono. Siento que la gente que se va arranca partes de mi cuerpo que se lleva y nunca me regresa.

La primera vez que viajé en avión fue para irme y no volver. Entonces, el primer aeropuerto que pisé como viajero fue el General Mariano Matamoros, de Cuernavaca, Morelos. Tenía 17 años. Fue un viaje corto; de dos horas más o menos. Aterrizamos en Hermosillo, Sonora, el clima estaba ardiente. Era la primera vez que experimentaba un calor seco, sofocante y con olor a desierto. ¿Qué pasaba por mi mente? La idea de que no regresaría, que la gente me llevaba con ellos a todos lados, que me desmembraba y me perdía en sus vidas. 

En 12 años no pisé un avión. Fue hasta que hice un viaje a Arizona de tres días. Ha sido el viaje más cursi de mi vida. Era un date, nada importante. Lo mejor fue el peyote que probé. Regresé a New York City para seguir viviendo sin poder viajar por falta de dinero, fui abandonado por tantas personas que se marcharon, unas volvieron y otras no.

De diciembre del 2009 a julio del 2015 en cada periodo vacacional esperaba la llegada de mi hijo en el aeropuerto LaGuardia, de New York City. Como cualquier viajero hacía el check-in, me daban un pase por un día para acceder por seguridad hacia los gates y recibir a mi hijo en la sala de espera. En los minutos que pasaba esperando, mi alegría se mezclaba con el sentimiento de abandono. Los nervios me electrizaban los músculos. Me fijaba en las personas que se iban, sentía que con ellos partía la abundancia de mi cabellera, que cada viajero me arrancaba los pelos desde la nuca y me quedaba calvo de ilusiones. Cuando llegaba mi hijo salíamos corriendo a tomar un taxi rumbo a casa.

En el 2014 mientras esperaba mi vuelo Paola me escribió un texto donde me decía que Gustavo Cerati había muerto. La noticia fue desmotivadora. Analicé el acontecimiento con un desconcierto premonitorio, y es que yo planeaba una nueva vida en Los Angeles, California y una leyenda acababa de expirar. Algo malo pasaría, la muerte siempre trae cosas; buenas y malas. Ese día perdí un dedo que devoré yo mismo por la ansiedad.

En la marcha hacia Los Angeles me quedé atorado en el Detroit Metro Airport, en Michigan, donde la escala fue interrumpida por una tormenta de lluvia que atascó el aeropuerto por cuatro horas. Leía Noticia de un secuestro, de Gabo, y me sentía secuestrado en esa soledad ditroiana, cobijado por el gris de un cielo endemoniado y abrazado por el óxido de las calles. Allá perdí un par de costillas cuando en un café un niño se cayó y con el respaldo de una silla me golpeó el costado izquierdo. Menos mal los padres del diablillo pagaron mi cuenta, pero se llevaron las esquirlas de mi desgracia. 

Una semana después, en el Cincinnati/Northern Kentucky International Airport perdí la trama de mi segunda novela. Mientras esperaba mi vuelo escribí bastantes ideas que junto con el zumbido de los aviones me enmarañaron en una infinidad de maneras de interpretar mi vida como escritor, no entiendo por qué aún tenía ganas de seguir escribiendo. Ahí se me fracturó un dedo de tanto escribir. Escribí sin darme cuenta de la fuerza hasta que me torcí el índice izquierdo. Se escuchó un crujido sordo que me adormeció la mano. Cuando anunciaron el abordaje olvidé en la silla las notas que contenían las ideas de mi novela.

En el JFK, en New York City, me despedí de Paola el 2 de septiembre del 2015. Al darnos el último beso nos miramos y algo en sus ojos me decía que aquello era un error, pero como terco que siempre he sido seguí adelante. Llegué al aeropuerto Benito Juárez de una Ciudad de México inundada. La lluvia me recibió con un desprecio añejado por veinte años. Ya para entonces se hablaba de un aeropuerto nuevo, uno que aguantaría a más viajeros, que promovería más avances tecnológicos. A mí no me importaba eso, yo estoy partido a la mitad y calvo de ilusiones. Un aeropuerto más, uno menos, qué más da.

Tres años después llegué a El Dorado, en Bogotá. El frío bogotano me refrescó la melancolía. Alejandra, mi amiga de tanto tiempo, me dio hospedaje en su apartamento del barrio Paulo VI. Cuando vi a Ale le dije, los aeropuertos siempre me quitan algo pero este no lo ha hecho. Después me di cuenta por que. En mis días en Bogotá caminé por sus calles y en cada esquina, en cada carrera recordaba a mi amigo Rolo, a Sandra, y a otras amistades colombianas. Parte de mí ya estaba en Bogotá hacia mucho. Tendré que volver para recuperar el resto o me quedaré mitad vacío.

Unos días después en el aeropuerto de Cali mis hijos comían buñuelos. Paola me hablaba de algo pero yo estaba atorado en un silencio desolado que se aferraba a no subir al avión. La voz y el oído se me quebrantaron, se aferraban a Cali. El café colombiano me quemaba las arterias, era el dolor de la adopción, de la integración sanguínea que ya era más colombiana que antes.

¿Será que hice las paces con los aeropuertos?


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