Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Manny lopez
Photo by: Derek Mindler ©

Una confesión que me debía

La tristeza que sentí esa mañana de junio al despedirme de Nueva York fue apocalíptica. En el auto iba con mi gata en las piernas, mirando todo lo que quedaba atrás. Tomé las últimas fotos de camino al aeropuerto. El aeropuerto de LaGuardia estaba casi vacío. La terminal nueva de American Airlines resplandecía con limpieza. La mayoría de las tiendas y puestos de comidas estaban cerrados. Las pocas personas que transitábamos por la terminal nos mirábamos sospechosamente, unos a otros. La perenne pregunta sin respuesta:

“¿Estará contagiado?”

En el gate, con mi gata asustada dentro de su maletín de estreno, recordé.

No fui a Nueva York para hacer dinero. Es más, el dinero nunca ha tenido un papel protagónico en mi mente. A veces lo he tenido y otras no, pero he seguido el camino. En Nueva York por primera vez en mi vida tuve que vivir del dichoso “Unemployment Benefits”. Esos seis meses recibiendo unos cuatrocientos y pico de dólares (no recuerdo el pico) que estrictamente me daba para pagar la renta, fueron difíciles.

En Nueva York tuve que operarme de corazón abierto, un triple bypass. Viví meses de extrema soledad. Solamente unos pocos amigos pasaron por el hospital, otros pocos por mi puerta. Incluso algunos y algunas que vivían cerca nunca tuvieron el tiempo de venir y sentarse un rato conmigo. No pretendía que me pagaran la renta, necesitaba compañía. Una amiga pasó un mensaje a varios avisándoles de mi situación. Les pedía que si podían enviaran algún tipo de ayuda. Nunca quise hacer tal cosa. No era orgullo de mi parte, simplemente nunca me había sentido cómodo pidiendo nada para mí. Contestaron un par de amigas de esas 17 personas contactadas. Unos meses antes hubo alguna solidaria que hasta me ofreció rentarme un cuarto por $1000 al mes en caso de no poder seguir costeando mi apartamento.

¡Solidaria, indeed!

Cuando llegué a Nueva York en el invierno del 2015 no tuve un guía que me dijera que me estaba mudando a una calle “problemática”, digamos. Con el paso del tiempo, supimos que vivíamos del lado equivocado de la Ellwood. Nuevas amistades nos contaron y fueron de gran ayuda por esos primeros tiempos. También, el diario vivir nos había obligado a darnos cuenta. El porter del edificio nos contó que dos años antes casi la mayoría de las personas viviendo allí, ahora estaban en la cárcel. Las historias en Ellwood dieron para crónicas y poemas que ya han leído anteriormente. Al principio sobrevivimos intentándolo todo o casi todo, lidiando lo mejor posible con los alrededores.

Eventualmente pude mudarme al lado oeste de la Broadway. El cambio fue drástico. Venia de un solar a un edificio mayormente de blancos y judíos, con algún que otro dominicano. Ahí no se oía la bachata a toda hora. Es más, ahí no se oía casi nada. Miento. Acabo de recordar que periódicamente escuchaba las peleas de una parejita vecina, blanquitos ellos y muy amables cuando te los encontrabas en el pasillo. La señora le pegaba al marido, casi siempre en la madrugada.

Era un sexto piso repleto de luz y fuimos felices.

No fui a Nueva York para hacer dinero e irme luego. Fui en busca de libertad. La encontré. Me tomó un par de años adaptarme y eventualmente fui libre, muy libre. Y cuando el silencio acaparó por completo mi existencia, fui más dichoso y tres veces más libre. Poco a poco cada cual se regresó a su selva. Nos ubicamos. A algunos nunca volví a ver. No me arrepiento de nada.

No hard feelings!

En Nueva York conocí, un sábado en una esquina del Alto Manhattan al hombre que me acompaña. Desde entonces, mi vida ha tenido un tono diferente. Más de dos años después estamos viviendo otro comienzo.

Leo lo que se está viviendo en Nueva York. Me entristece grandemente. No escribo para hundirlo más. Escribo con dolor por un lugar que me dejó ser.

Aquí leí por primera vez a Elise Cowen, la poeta beatnik que vivió y terminó suicidándose a unas cuadras de la calle Ellwood. Fue en el Inwood Hill Park, paraíso que luego se convirtió en mi segundo escondite, donde sentí a los Lenape. Estoy seguro de haber visto a una mujer de piel cobriza y cabello largo recostada a la entrada de una de las cuevas que quedan todavía. Su rostro limpio y sereno protegiendo su casa. Un día le dejé un girasol de ofrenda en esa misma entrada. En esta ciudad me perdí cientos de veces, algunas a propósito. En una esquina de Lexington con la treinta y uno, un francés me abrazó. Su olor maravilloso a colonia limpia y fresca me devolvió la fuerza. A unas cuadras de casa encontré un jardín secreto. A menudo me escondía entre sus árboles robustos. Cada vez que sentía que no podía seguir, invisiblemente me abrazaban esos árboles, fortaleciéndome. Justamente viviendo en Manhattan fue que pude hacer el peregrinaje a Amherst y estar un día con Emily Dickinson.

Por casi seis años Nueva York me hizo crecer, madurar, aprender, trajo claridad y me obligó a darme cuenta de que es difícil que yo me rompa. Soy un bambú. Resisto. Cada vez que quisieron apagarme, maliciosamente engavetarme, yo reboté. Estoy repleto de cicatrices para mostrárselo a quien sea. Lidié lo mejor posible con la serpiente de cascabel. Hice caso omiso del regadío de su veneno.

Aquí sigo para contarlo.

Conocí la verdadera soledad en Nueva York. Esa que todo escritor necesita y a veces su exceso hasta le empaña lo que escribe. Intentando escaparla tuve que subirme a un tren, ir a Upstate, cruzar el Hudson, terminando en Jerry’s Deli comprando golosinas. En fin, tener un receso. Al volver siempre fui agradecido con los dioses por lo que ahora tenía. Hasta la pandemia manipulada tuve que afrontarla solo. Ese primer día después de 27 sin salir y con algo de miedo fue definitivo para mi futuro.

Es difícil irse de un lugar amado. Sin embargo, hay que darse cuenta cuando es tiempo de hacerlo. Por ahora me despido de Nueva York. Lo lloro. Condeno a sus gobernantes. Le ruego a mis dioses que apacigüen los tiroteos, que cubran a sus gentes con menos rabia, que expulsen de sus calles a todo el que venga con idea de venganza y destrucción. Y que logren mantener a los íntegros policías, los corruptos que desfilen al vacío.

Me despido y les aclaro que esto no es una apología, sino una confesión. Una confesión que me debía a mi mismo.


Photo by: Derek Mindler ©

Hey you,
¿nos brindas un café?