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alan rriquelme
Photo by: Brendan C ©

Una carta a la vieja usanza

Lo reconozco, soy cartívoro, un auténtico devorador de cartas. Debe ser una de las patologías psicológicas que más disfruto tener. Me enorgullezco de ser un consumidor impulsivo, voraz e indiscriminado de cartas. Y para peor, igualmente creador de ellas. Consumo y redacto cartas como si fuesen juegos on-line y redes virtuales para un centennials. Me he entretenido leyendo las cartas que Sastre le escribía a Simone de Beauvoir donde cariñosamente le decía “castor”. Y también las desgarradoramente románticas que María Guadalupe Cuenca le enviaba a Mariano Moreno durante su viaje a Inglaterra en 1811, aunque el fulano ya estaba muerto y tirado en algún lugar del Océano Atlántico, tras ser envenenado por su enemigo disfrazado de compatriota.

Sí sí sí sí, confirmado, soy ególatra de mis propias cartas que leo y releo a gusto y placer cuantas veces se me antoja. A veces escribo cartas tan bonitas que nunca las entrego, y eso ha sucedido el 75% de las veces. Las cartas son, a mi parecer, la muestra más fiel del incremento o la decrepitud intelectual de la persona. Creo que, para analizar el camino del pensamiento de alguien, sólo basta con estudiar su epistolario.

Hazte mi amigo o amiga, y te llenaré de cartas. Y te aseguro que allí encontrarás confidencias que no verás en ningún otro lado. Son las cartas mi terapia sanadora. Lo que no me animo a decirte cara a cara, o simplemente no puedo, seguramente te lo redactaré en una misiva, pero lamentablemente, corremos con la mala suerte de no entregártela nunca, y que se pierda entre las cientos o miles de cartas que se van archivando en el baúl tipo pirata, de madera forrado en cuero y con detalles forjados en cobre que yace en el fondo del sótano de casa, con la leyenda “cartas no correspondidas”.

En aquel baulcillo hay (entre otras cartas) correspondencias de la escuela primaria dedicadas a compañeritos que lo merecían, como ese que todos los años era elegido como “el mejor compañero”. También hay redacciones para mi señora preferida, para la celadora, para la directora estilo Tronchatoro, y hasta para la rubiecita de ojitos azules y mochila con rueditas (en una época donde eso era vanguardista) recién llegada de Buenos Aires y que, con su tonada citadina nos enamoró a varios. Recuerdo que esa niña tenía bonito hasta el apellido, de pronunciación italiana y que le calzaba justo con su hermosura a la altura de Valeria Mazza y su personalidad corleónica casi imperceptible. No pienso dar su nombre públicamente, pero si usted muchacha, se encuentra leyendo estas palabras y sabe de quién estoy hablando, pues pase por el archivo epistolar y reclame dichas redacciones que ya cuentan con más de 25 años de antigüedad en aquel baúl.

Una vez hice pública una carta abierta al intendente de mi ciudad, donde lo invitaba a declararse a favor de la despenalización de la marihuana, en tiempos donde presentarse como un fumón ante un pueblo conservador hasta las acequias, era como prenderse fuego con nafta y una cerilla en las afueras del municipio. Hoy, la marihuana está casi legalizada, y regularizado su autocultivo.

Para evitar ser tan «normal» y hacer un Curriculum Vitae, he escrito cartas para pedir trabajo, y también otras para renunciar a los mismos. Entre tantos destinatarios, les he dedicado palabras a Messi, a Marx, a Cortazar, al Che y como para no ser tan exitista, también le he escrito a ese músico que no logró el reconocimiento de la gente y que hoy duerme debajo del puente de la autopista 25 de Mayo.

Mediante cartas he comenzado y concluido amores. He deseado risas, y llantos. He sido bueno, y también sinceramente malo. Incluso también, he escrito cartas en nombre de otros para que estos logren sus objetivos de conquista o reconquista amorosa. Como cuando truequeaba escritos de amor con el sandwichero de la costanera de Puerto Madero a cambio de alguna minuta excesivamente saturada en grasas colesteleóricas.

En fin, hay cartas de todo tipo, tamaños y perfumes. A veces, cuando abro mi baúl, me siento como un Papá Noel en días previos a Nochebuena, y las revoleo hacia el cielo como si fuese un “susano”. No digo que ese sea mi tesoro, pero quien se anime a naufragar en esas aguas epistolares, conocerá la genuina esencia de un ser que siente que nació, y vivió anacrónico.


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