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Photo by: Zaprittsky ©

Una carta a Dios

Flannery tiene veintitrés y estudia en la universidad. Trasunta sus horas en una pieza estrecha y limpia. Suele llevar consigo un crucifijo, una Biblia y un cuaderno de oraciones. Está dedicada a aprender el latín de los Padres. Lee con devoción a los poetas griegos.

Mantiene conversaciones largas y fatigadas con el profesor de historia. El hombre es agnóstico y tiene una visión escéptica del mundo. Ella rechaza su cosmovisión pero está fascinada con su verbo y con el bigote largo que le atraviesa la cara. Cree que el hombre es bueno más allá de su desconfianza.

Una noche la invita a salir.

Se posicionan en un bar con la barra expuesta a la calle. El profesor está despreocupado, tranquilo. En cambio, ella no puede ocultar su nerviosismo animal, sureño. Mientras el humo de la cafetera chirría silencioso el calor sube por las columnas de cemento.

El profesor le pide que se detengan en un rincón devorado por la oscuridad. Tímidamente, él la abraza en la calle, sin preámbulos. Ella se resiste y luego cede. El hombre la besa y le roza los pechos. Ella lucha con una sed imborrable. Se aleja y corre. El hombre queda expectante y desahuciado.

Flannery O’Connor entra, raudamente, a su cuarto. Besa su crucifijo y toma la Biblia, alelada. Empieza a llorar y tose. Abre el cuaderno y anota el inicio de un versículo.

Se arrodilla y escribe, en el piso, la primera línea de una carta a Dios.


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