Es verano y Nueva York suena a jazz en los jardines comunitarios de Alphabet City, a salsa en el Harlem Latino, a bachata en Washington Heights, a desarraigo en los márgenes de la ciudad.
Hell’s Kitchen te recibe con olor a pizza de dólar y sobre múltiples avenidas se ganan la vida, en carritos apostados sobre las aceras, vendedores de comida ambulante. Un humo, nómada y silencioso, se desdibuja sobre las alcantarillas. Las cristaleras de los rascacielos brillan más que nunca sobre las calles ardientes.
En los barrios más humildes, los niños, como pájaros, se bañan en fuentes callejeras. Sus voces, sus risas cristalinas, son como un cántico sobrevolando atardeceres incendiados.
De noche, en ciertos suburbios, sacan los hombres las mesas plegables y juegan al dominó. Beben cerveza y sueñan bajo un cielo huérfano de estrellas.
Desde cualquier rincón, chicas en bicicleta recorren puentes y llegan hasta el mar.
Conocí a Chris el primer verano que pasé en la ciudad. Por las tardes, después de salir de clase, me gustaba caminar hasta el West Village y quedarme en Washington Square Park. En mi bolsa nunca faltaban un cuaderno y un libro de Walt Whitman que alguien me prestó. Chris y sus amigos eran jamaiquinos y siempre se sentaban en las bancas de hormigón que rodean a la fuente del parque, al lado de un árbol que les cobijaba bajo su sombra.
Varios de ellos tenían tambores y tocaban y cantaban bajo el sol de mediados de julio. El primero que se me aproximó no fue Chris, sino otro de sus amigos, – Do you study at NYU?–No, I don´t-, le contesté con mi inglés patidifuso, y pensé para mis adentros que seguro le había confundido verme con la nariz enterrada en el libro de poemas.
Semanas después me explicarían, riéndose, que estaban tratando de conquistar a estudiantes de esta universidad porque tenían mucha plata y les convenía echarse una novia así. Según ellos, las jóvenes solían vivir en pequeños estudios cerca de la plaza. Yo, recién llegada, me asombraba de su honestidad. Apenas si tenía para sobrevivir en aquellos días, y por mucho tiempo más ésa fue mi realidad.
Cierta tarde, estábamos sentados junto al árbol de siempre, cerca de la estatua de Garibaldi, cuando apareció Chriscon una barra de pan dentro de una bolsa de la compra. Yo le sonreí. Se quedó a mi lado. Me contó que en Jamaica había sido profesor y que allá había dejado a su hijo de ocho años. En sus ojos, fugazmente, tiritó la tristeza- lo extraño cada día.Me dijo que la vida no era tan fácil en Nueva York y que le gustaba fumar. La risa de Chris, bronca y explosiva, irrumpía inesperadamente en el parque, sin duda estaba acostumbrado a burlarse de sí mismo aunque no lo dijera. Era muy alto y delgado y su cabello estaba ordenado en largas rastas.
Alguien se nos acercó y se colocó frente a Chris. No sé cómo sucedió pero de repente la barra de pan se partió por la mitad. En un instante vi cómo de su interior se derramaba, en una riada verde, un montón de un marihuana. Y en un parpadeo todo estaba recogido y tapado. Nadie dijo nada más.
Dos meses después caían las torres gemelas en Nueva York. Nos volvimos a encontrar debajo del árbol en atardeceres incomprensibles. En el cielo y hacia el sur, un humo blanco nos confirmaba que no había sido un mal sueño. Chris apuntaba con su dedo hacia allí, hacia el final de la isla, y hablaba. Nunca lo escuché decir tantas palabras. Las vigilias, las velas, los silencios, inundaron la ciudad y también a Washington Square Park.
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