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esteban escalona
Photo by: Maria Eklind ©

Un ventilador para el verano

Es un viernes de noviembre en el Upper East Side y camino con el deseo de perderme entre los señoriales townhouses, reposados cafés, taxis de raudos zigzagueos, perros de cursis chalecos, conserjes vestidos con abrigos de paño moviendo sus sopladoras de hojas, pero me es imposible hacerlo en un lugar de tan disciplinadas dimensiones. Bebo mi latte y la incipiente brisa marina que cosecha esas hojas de acacias congela mis manos y las acarrea a lo largo de Park Ave. Es extraño, pero en este sector la brisa sabe más verdadera, tiene enjundia. Todo es tan apacible esta mañana, que a veces creo caminar dentro de una bola de cristal, de esas que al voltear dejan caer copos de nieve, pero en mi caso, solo hojas (si, quizás yo también me estoy poniendo cursi). Recuerdo cuando buscábamos departamento junto a mi esposa, a principios de abril, y unas personas nos recomendaron con tono de clara advertencia: “ni te aparezcas por Manhattan en verano”. Sin duda, se refería al molesto enjambre de turistas con los que supuestamente nos íbamos a disputar cada centímetro de vereda. Dudé un poco, ¿a quien le gusta vivir así? y buscamos arriendos en Brooklyn y Queens, incluso visitamos algunos departamentos en Hicksville, que está a una hora de Manhattan, pero cuando encontramos nuestro departamento en Carnegie, me aferré a la idea de no irme a ningún otro lugar. Obviando el constante ruido de ambulancias, los bocinazos sin criterio y camiones que durante las noches transitan con misteriosas cargas, nunca pensé que fuera así de placentero este rincón de la ciudad; de la misma forma, nunca pensé que el verano fuera tan insoportablemente húmedo. Y no le tomé el verdadero peso hasta que a fines de junio y después de no dormir por casi dos noches seguidas, decidí ir a comprar un ventilador.

Hay que ser extranjero para pensar en semejante solución.

Cuando me preparaba a salir, cerca de las siete, recibo una llamada del “pepe griyorker” (Esteban Vergara). Siempre lo hace, a lo menos una vez por semana, para saber como estamos con mi familia y conversar un momento sobre cualquier cosa, por lo que no me extrañó escucharlo. Debo reconocer que cuando recién nos conocimos, en abril de este año, y me llamaba para hablar de cualquier cosa que no fuera trabajo, me sentía un poco incómodo. Es una mala costumbre que adquirí desde que me independicé y que se acrecentó en New York. Afortunadamente he cambiado, y como el pecador que vuelve al redil, ahora yo, converso, lo llamo para compartir un momento de humanidad. Pero volviendo a la llamada, esa tarde literalmente me cayó del cielo, o por lo menos así lo interpreto cuando estoy en problemas y me bajan al cuerpo todas esas ansiedades religiosas.

—¿A dónde vas? —me preguntó.

Al Costco, a comprar un ventilador— le respondí mientras guardaba la tarjeta de la tienda en mi billetera— ni con las ventanas abierta se refresca esta pieza.

Que estay “hueveando” —me respondió— no te va a servir de nada.

Me causó gracia su respuesta porque encuentro increíble que después de treinta años viviendo en New York, con hijos nacidos acá, aún no ha perdido nada de la picardía del chileno común, sus modismos y más difícil aún, no tiene absolutamente nada de acento gringo.

Ven a mi bodega, tengo unos equipos de aire, me respondió.

Okay. Tomé el metro hasta la 33st., salí apresurado del andén que es un verdadero “steam Room” y caminé por 34st hasta la primera avenida, siempre con esa incómoda sensación de humedad en el cuerpo y aire gelatinoso que me hace sentir el cuerpo más pesado. Su bodega era un viejo departamento en el subterráneo de un townhouse cercano al hospital de la NYU. “Toma la que quieras”, me dijo señalando tres equipos de aire que estaban en un rincón y que eran los mismo que habíamos visto con mi esposa en el Costco de Harlem a casi quinientos dólares. Lo miré y me sentí sobrecogido y luego con una incómoda alegría, pero él continuaba hablando de cuando llegó a New York, a mediados de los ochenta, sobre las personas que conoció en sus inicios como “super” en un edificio de este sector, del idioma que tuvo que aprender, y como, poco a poco, fue logrando su independencia hasta llegar a tener su propia empresa, y todo lo contaba de una forma tan cercana, que a ratos parecía relatar un mito cosmogónico. Recordé de un libro de Vargas Llosa, que trataba sobre los habladores de las tribus amazónicas del Perú, pero no se lo dije. Lo que sí tuve que hacer, era la pregunta: ¿cuánto cuesta? Sin darle mucha importancia, me respondió con esa sabiduría tan chilena o más bien latinoamericana, esa de responder sin decir nada concreto, ¡después lo vemos!, sentenció. Me costó creer que una persona que solo conocía hace dos meses, haya tenido esa disposición de ayudar a un desconocido. A veces pienso que el alma del “griyorker” quedó atrapada en una época que ya no existe en Chile, un espíritu solidario fosilizado en una extraña resina y que tuve la suerte de encontrar en esta ciudad.

Ya estaba oscuro cuando decidimos salir y arrastramos el equipo hasta la esquina de la primera avenida, donde entran y salen ambulancias, donde la ciudad se ve más sucia y desordenada, donde las ratas se cruzan con desdén y las cucarachas aparecen con demasiado imprevisto. En esa esquina estábamos los dos conversando sobre los viejos amigos que alguna vez tuvimos; él de New York y yo de Talcahuano, mi puerto que ahora solo veo en sueños, y me gusta escuchar como el “griyorker” habla de un Chile que ya no existe, pero también me gusta escuchar como yo hablo de mi pasado y cómo este revive con cada palabra. Algunos taxis se acercaban, mientras yo constantemente me secaba el sudor de la nuca y cuello ya que a esa hora el calor del cemento parece subir con mayor intensidad. Cuando por fin detuvo su historia, hice un último intento y le pregunté si le pagaba un arriendo o algo así por el uso del equipo, pero nuevamente se hizo el desentendido y comenzó a hablar de un viejo amigo, también chileno, que tuvo en Manhattan que le ayudó mucho en sus inicios, que se separó de su esposa para casarse con una asiática y juntos se fueron a vivir a Florida. Comprendí que ya era inoportuno seguir insistiendo.

Hice parar un taxi y me ayudó a cargar el equipo en el portamaletas. Nos despedimos con una abrazo y durante el trayecto me fui mirando las luces de la ciudad, pensando en mi pobre mente que es tan frágil y traicionera, sintiendo una extraña sensación de que cada metro que avanzo en esta ciudad, algo queda en el olvido. Cuando llegué al departamento, mi esposa y mi hija jugaban en el computador “ABC Mouse”, que es una aplicación para aprender inglés. Arrastré el equipo de aire por el desnivelado pasillo de madera que crujía a nuestro paso y cuando aparecí en el dormitorio todo fue como una gran fiesta. Lo limpiamos con la ansiedad de verlo funcionando, de ver como iba a cambiar nuestras vidas, bromeamos sobre la absurda idea del ventilador para el verano, y encendimos el equipo. El motor dio un golpe que hizo temblar la máquina y me asusté, pero inmediatamente comenzó a salir el aire frío y a los pocos minutos estaba todo fresco. Dejamos de sentir esa incómoda sensación de fastidio y nos tendimos los tres en la cama mirando el techo hasta que por fin y después de incómodas noches, nos dormimos. Esa noche tuve un sueño: con mi padre subíamos un cerro en Talcahuano, y en la cima nos sentábamos a descansar mientras abríamos un tarro de jurel que comíamos con cebolla y pan, y en un silencio absoluto observábamos el puerto con forma de herradura y los barcos mercantes que a lo lejos cruzaban el océano, pero la plenitud de ese momento cambiaba de derrotero, y mi padre se marchaba sin antes mostrarme el crepúsculo que yo miraba para luego cerrar mis ojos y sentir la fresca intensidad de la brisa marina.


Photo by: Maria Eklind ©

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