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enrique paniagua
Photo by: Charley Lhasa ©

¿Un silencio en Nueva York?

De vez en cuando, la vida se siente como un buque en plena tormenta. Uno, adentro del barco, intenta asirse de donde alcance para mantenerse en pie. Uno de esos intensos periodos de cambio emergió en mi camino hace poco. Ante esas situaciones, urge pausa, calma, silencio. Ahora, ¿conseguir silencio en Nueva York? La jungla de cemento, la ciudad de las luces, ¡menudo reto! ¿no?

Acudí a mi sitio preferido en Central Park. Recorrí la 5th Avenue hasta la estatua de Duke Ellington. Bordeé el Harlem Meer, disfrutando del centelleo del Sol en el lago y la parsimonia de los patos. Me adentré en el bosque buscando The Loch. La acompasada contracorriente del riachuelo me acompañó hasta desembocarme en mi sitio: The Pool. Contemplé la laguna cubierta de verde, inmutable, serena. La rodeé, honrando a los viejos sauces que dejan colgar sus sabias ramas sobre el agua, y me senté en los pastos cercanos a Central Park West. Respiré. Había alcanzado aquel sitio que, supuestamente, me tranquilizaría.

Ayudó, sí. Mas, sin embargo, no encontré el silencio. En medio de ese escenario perfecto, escuchaba la horda horrísona de mis pensamientos.

Por esos días me tocó mudarme a Brooklyn. Intenté lo mismo en Prospect Park. Descubrí Lookout Hill. Crucé sus meadows. Me dejé encantar por su lago cuasi pantanoso en Binnen Bridge. Me morí de ternura viendo a los perros nadando en Dog Beach. Incluso describí otro sitio feliz en The Ravine. Sin embargo, mi buque continuaba en el tifón.

Era inútil. Si la procesión se lleva por dentro, no hay lugar externo que la pueda contener. Son tantos pensamientos que produce nuestra mente, que no hay lugar físico que te salve.

Yo sabía la solución. Cerré las persianas de mi habitación, tomé una postura cómoda, y me dirigí al lugar que verdaderamente necesitaba visitar: adentro. Le pedí a mis sentimientos que se revelaran. Necesitaba identificar quienes producían tanto alboroto. Apareció el dolor, luego se asomó la tristeza. Me saludaron la frustración y la decepción. El miedo, introvertido y todo, salió a toparme. La ansiedad andaba pegando brincos. El enojo me miró frunciendo el ceño, y la incertidumbre no soportó más y salió nerviosa del rincón. Cada cuál me explicó su razón para estar allí. Luego de atenderles, se quedaron más tranquilos.

Me concentré entonces en mi escucha. Escuchando, poco a poco, encontré lo que tanto buscaba. Una sirena de la ambulancia, la voz del vecino, la eufonía del viento, el crujir del techo y, finalmente, la frecuencia del silencio. Llegado a ese punto, pude sentir la energía potencial del presente, la que no se ha expresado. Está allí, contenida y calma. Y es lo único real, porque el pasado -aún el reciente- ya fue, y el futuro aún no existe. Todavía entrando y saliendo de algunos pensamientos, sentí, por fin, el alivio del silencio. La tormenta cedió.

Un silencio en Nueva York se encuentra igual que en cualquier otro lugar: adentro.


Photo by: Charley Lhasa ©

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