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sergio marentes
Photo Credits: Alexandru Paraschiv ©

Un poco más allá de acá

Contrario a lo que creemos quienes escribimos el mundo, nada de lo que digamos puede cambiar el pasado, deshacer un hecho doloroso o, por qué no decirlo, cambiarle el nombre a un dios o una ley. Lo digo porque antes de la invención del microscopio no sabíamos que más allá de lo que veían nuestros ojos había un universo entero que, hasta hoy, sigue siendo infinito. Lo digo, a lo mejor con la misma proporción, cuando hablo del telescopio, de la Internet, de los dioses, de la poesía y hasta del silencio, que también es infinito, todavía. Es como si nuestra existencia siempre resultara amenazada por algo que tenemos justo en frente, y que, hasta ese momento, jamás se nos hubiera ocurrido que pudiera cambiar nuestra vida para siempre como lo hacen los antibióticos, un asteroide con rumbo a la Tierra, un buen verso o la ira de quien se inventó al dios más popular de una época. Lo escribo, lo que viene, aunque sepa que no sirve para nada.

Resulta que hay una isla en la mitad del océano, no importa cuál sea el océano, ni dónde lo ubiquemos en el mapa o en la memoria, porque, para este caso, resulta ser uno solo, en la que sus habitantes son en su totalidad poetas y científicos. Poetas millonarios y científicos pobres, valga la aclaración. Y estos afortunados del arte y la economía, ademán de vivir en una especie de paraíso, y contar con un ejército de científicos que estudia para ellos en exclusiva la vida eterna, tienen todos los libros posibles. Pero lo que vinimos a contar es que los científicos no estudian la vida eterna para llegar a ella, como lo hacen los demás mortales, sino para perfeccionarla, para convertirla en un producto infalible. Porque, quienes habitan la isla, según calcula el periodista que estuvo infiltrado allí durante el siglo veinte, la habitan desde hace diez siglos, más o menos, son las mismas mil personas, entre científicos y artistas. Y dice que el mecanismo para reemplazar a quien fallezca por cuestiones de mala suerte, porque lo de la pócima mágica con la que se alimentan a diario solo previene la muerte natural y las enfermedades de la vejez pero no que el cerebro se desintegre luego de una explosión de una probeta repleta de vida eterna o, en el otro lado de la isla, por el detenimiento súbito del corazón luego de leer todo lo posible, consiste en una especie de lotería. Sí, casi como la lotería, aunque sin la necesidad de comprar ningún papel o código que lo acredite. Nada más basta estar vivo, habitar alguno de los lugares conocidos por el hombre y, por supuesto, dedicarse a uno de los dos oficios. Alguien, al estilo de los agentes secretos de la Inteligencia, llega hasta donde te encuentres y te dice que lo acompañes. Y nunca más se sabe de ti. Así como lo leen, en una isla que nadie sabe dónde está, desaparecen personas mientras las convierten en eternidad. No sé si alguien quiera ser eterno de esa manera o, por el contrario, leer lo justo y necesario, amar de verdad apenas a una persona o, para no extendernos en esto, callarse para siempre.

Se dice que existen mecanismos alternos para la búsqueda de las demás personas que cumplen con las otras funciones, pero yo creo que, con todo el tiempo del mundo, habrá artistas y científicos que en sus ratos libres destinen sus energías a cocinar, a conducir un vehículos que transporta a quien se dirige al trabajo, a barrer las calles, a cantar, a hacer pan, a cuidar un edificio, a lavar los pisos, a construir casas, a lo que sea, pero menos a educar a los niños, porque una de las consecuencias de la vida eterna es, como ya lo imaginarán, la esterilidad.


Photo Credits: Alexandru Paraschiv ©

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