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daniel campos cronica
Photo Credits: nik gaffney ©

Un pizote atraviesa la quebrada San Miguel

Nos habíamos adentrado en el bosque tropical hasta llegar a una poza en una de las quebradas de la Reserva Natural Cabo Blanco. Queríamos bañarnos en el agua fresca que bajaba por la quebrada desde los cerros cercanos.

El agua era diáfana cuando corría por la superficie de roca blanca del cauce. Pero en la profundidad de las pozas y los remansos tomaba un matiz esmeralda al reflejar los variados tonos verdes de la flora circundante. Nuestra poza se encontraba al pie de una cascada que nos convocaba a nadar con su canto.

Mientras nos bañábamos y conversábamos, Diego había tomado la iniciativa de escalar por la pared de piedra de la cascada y explorar la terraza superior del cauce de la quebrada. Lo había hecho en silencio. Él era uno de nuestros líderes por su experiencia en viajes a reservas naturales. Además de su liderazgo tenía un espíritu independiente, por lo que su acto espontáneo resultaba muy natural. Después de un rato explorando regresó y desde lo alto de la cascada nos dijo que el cauce de piedra no era resbaloso y que se podía seguir ascendiendo por él.

Algunos compas escalaron de inmediato la pared de la cascada, alcanzaron a Diego y empezaron a remontar la quebrada cerro arriba. Yo me quedé unos minutos más en la poza conversando con Emi, Nubia y Dalia, las tres juezas que formaban parte de nuestro grupo. Entonces Nubia sugirió que subiéramos también. Yo me apunté con ella y empezamos a escalar. Cuando llegamos a la terraza superior, vimos que la quebrada se adentraba en el cerro en una sucesión de terrazas y cascadas de roca sólida. La miré con aire inquisitivo, como dudando si nos aventuraríamos cauce arriba, hacia el corazón de la montaña. Pero Nubia, una mujer fuerte y decidida, con un cierto aire estoico, y asidua caminante de senderos de montaña, no dudó ni un instante. “Vamos” me dijo con su mirada penetrante.

Empezamos a ascender.  Explorábamos juntos y disfrutábamos la paz de la naturaleza que nos acogía. Cuando llegamos al pie de una de las cascadas, yo escalé primero. Al alcanzar la terraza superior atisbé al grupo de Diego doblando un recodo de la quebrada frente a mí. Avancé unos pasos y por un momento me quedé solo en medio de la montaña. Los árboles se elevaban en las laderas empinadas que la quebrada dividía. El follaje, tupido durante la estación lluviosa, filtraba luz que formaba claroscuros sobre el suelo del bosque y destellaba en el agua diáfana. Yo sentía el frescor del agua en mis pies y el aroma de la flora. La brisa erizaba la piel mojada de mis brazos y torso. Me detuve para contemplar la escena y percibir con lucidez todas las sensaciones de mi cuerpo.

En ese preciso instante, un pizote ( Nasua narica ) salió al cauce de la quebrada por en medio de los arbustos de una de las laderas. Logré apreciar su largo hocico albinegro, el pelaje pardo de su dorso y costado, y su larguísima cola erguida de anillos trigueños y castaños. Era el pizote más grande que había visto en mi vida. Con sus garras de hábil mamífero del bosque tropical se afirmó sobre la roca por la que se delizaba el agua, atravesó a toda prisa la quebrada y se escabulló por entre los arbustos de la ladera opuesta. 

La escena fugaz se desvaneció frente a mi vista en un instante. Pero se quedó para siempre grabada en mi ser. Fue como un amor que dura lo que un solo beso y un solo abrazo, pero se te queda para siempre arraigado en el corazón.

En mi pensamiento les agradecí a Diego y Nubia. Sin imaginarlo, mis dos amigues gestaron la ocasión para que yo viviera esa experiencia instantánea de eterna belleza.


Photo Credits: nik gaffney ©

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