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Miguel Rodríguez Otero

Un par de horas

Mi perro siempre ladraba a los muertos y a los armarios, y creo que por motivos parecidos: pensaba, sin razonamientos, que algo en ambos estaba definitivamente falto de vida.

‘Bueno, a ver, los perros ladran’, nos decíamos.

‘Sí, pero es que él solo ladra a los armarios y a los muertos’.

Supongo que veía los aparadores como ataúdes llenos de ropas que no cubrían ningún cuerpo. Algo inerte para alguien ausente. El caso es que moría alguien y mi perro ladraba; ni siquiera necesitaba estar cerca o presente, simplemente lo sentía, o lo percibía, y ladraba. Tal vez lo hiciera como una respuesta a la muerte que en él era natural y automática: alguien se muere y ladraba, era así, no había más. La vida sigue. De hecho, en los velatorios vecinales se tumbaba pacientemente en una esquina mientras los demás nos íbamos turnando para acariciarlo a él, no al premuerto, quien aunque sin duda necesitara más el consuelo, al verle se sentía reconfortado y se decía: ‘joder, debo de estar bastante bien, todavía no me ha ladrado el perro, debo de seguir vivo’.

A veces, cuando alguien estaba en esta fase de tránsito, se le acercaba como a un miembro más de la familia, le lamía la mano y se recostaba a su lado, como para definir y encajar en la foto afectiva que nos fuéramos a llevar ese día. Después, una vez terminado todo, daba un par de ladridos. Era el momento de comenzar los llantos y los aperitivos; o de terminarlos, según se las vea cada uno con el dolor.

Fue así desde pequeño, desde que lo recogimos medio muerto en la calle. Los otros perros nunca buscaban pelea con él, y él – a cambio, imagino – les informaba de su muerte próxima e inapelable con un par de horas de antelación. Un par de horas a veces es lo que uno necesita para morir bien y atar algún par de cabos sueltos. Pero supongo que hay que ser un poco perro para agradecer el detalle. Tal vez a los humanos nos viera más frágiles y prefiriera darnos un chupetón en el codo en lugar de decirnos ‘te veo medio frito’.

Y sin embargo, no había nada de macabro en él, que identificaba la vida y la muerte de una manera automática y natural. Hay quien cree en el más allá, nosotros creíamos en el aquí ya no hay más, pues convivíamos con un ser que certificaba la muerte como harían un médico o un juez, solo que el médico no se recuesta al lado del moribundo ni se aprieta contra las piernas de nadie para consolarle.

El día de la inundación, sin embargo, comenzó a ladrar como loco, como nunca había hecho. ‘Se van a morir todos los perros’, pensamos. Nos miramos rápidamente, estábamos todos vivos, tenía que ser alguien más, ausente pero conocido, un vecino o un pariente lejano, mi perro recibía esos mensajes de quien ya se hubiera ido como para comunicar ‘diles que ya no estoy, que ya ha terminado todo, que sigan con lo suyo’. Ese día no murió nadie.

‘Chochea’, nos dijimos todos; ‘debe de ser la edad’.

‘Sí, la edad’.

Y comenzamos a acariciarle y a decirle las tonterías de siempre, en esta ocasión desde más lejos, cada vez más leves, más ausentes, llenos de estruendo y sin comprender por qué de repente nos íbamos todos juntos río abajo, tan deprisa y tan lejos de aquel lugar, nuestro pueblo, y él se quedaba ladrando tierra adentro, donde aún había relojes, perros y prendas en los armarios.

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