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Adriana Cabrera

Un país sin bandera

Erase un país orgulloso del aguardiente de sus cañas
y del anís de sus montañas,
Erase una nación de orgullosos de haber nacido en su pueblo,
con cantos que les llegaban al alma
y el corazón les saltaba.

Erase una patria que hacía alarde de sus valles, de sus montañas,
de sus sierras y de sus muchachas,
y en el torbellino de esa música, de esa danza,
con trago y acordeón
ese país olvidó sus libertades y perdió sus entrañas.

Dejó de cultivar la justicia, la paz y la concordia,
olvidó a sus hijos
que se olvidaron de su tierra
que se olvidaron de su padre
que se olvidaron del norte,
y de los besos de sus madres.

Se obnubilaron con palabras vacias, triviales,
palabras sin letras,
despojadas del aroma verde de los valles.

Los hijos de esa tierra se evanecieron
en la espesa niebla de ambiciones ajenas,
quedaronse fijos en sus miedos internos
y en sus falsas quimeras.

Y su lugar querido volviose un país de huerfanos,
errantes en trance,
por escuchar pastores
con aire de profetas.

Llevaban en los labios, desesperadamente,
la busquedad de un padre
que siempre estuvo ausente.

Llevaban un odio ajeno, con una herida abierta,
querían que el ausente les educara y les diera metas,
que la madre les acompañara,
inclusive desde la tumba muerta.

Y esa madre patria que explotaba y con mayúscula,
y ese país perdido, que del occidente transportaba el símbolo,
nunca vió el oro que dejó el mercurio y marchitó la tierra.

Ese país perdio el amarillo de su bandera sin darse cuenta,
hasta convertirse en una mancha grotesca.
Un trapo de un lugar absurdo,
de una tierra enferma.

Y de su sol radiente,
la riqueza extensa
quedose en bolsillos forasteros,
que vivian lejos y nunca vieron su grandeza.

Y de su aire puro
el producto era desgarrado
dejándole migajas negras
a sus pobres afinados.

Quedabase la tierra regada de pesticidas,
glifosfatos y crudo
donde se quemaban la carne
y las pieles vivas.
Quedabase el olor a podrido,
sin capa de ozono
donde se diseminaban las entrañas
de sus hijos egolatras,
o sus cabezas, o sus cuerpos en trozos.
Quedabase la tierra de sordos,
de quienes ya ni sabian
si era música el zumbido de los tiros de gracia,
o los aullidos de las torturas sangrientas.
Nisiquiera oían los lamentos de niños
que habían asistido al asesinato de sus padres,
ni sus llantos, ni sus rezos.

Esas letanías no les llegaban más al alma,
ni les hacian que el corazón brincara.
Cual crueles barbaros asesinos a sueldo,
dejaron manchar el amarillo
que se fue convertiendo en estiercol
y se borró de la faz de la tierra.

Erase un azul, azul de un mar infinito,
que perdió su profundidad y lo cubrió la miseria.
Azul vasto de un refugio animal que ya no existía,
de donde extraian impunes para el yugo despotico,
petroleo, carey, aletas u otros seres ya sin vida.

Y ese mar recibia, cuerpos, desechos furtivos,
y cuanto turista que esa lesa humanidad ciega traía.
Y ese azul se volvió turbio
Y ese azul se fue perdiendo
y se llenó de ciegos hasta desaparecer.

Erase un rojo, ese rojo sangre que se lo llevo todo;
las almas, los corazones y los seres que allí vivían,
ya sin orgullo, ni honor, despojados de verdades
y sin tierra para su propia vigilia.

Esa tierra se convirtió en un lugar esteril,
sin juicio, ni moral, sin ética, ni razón.
Se lleno de pastores que vociferaban
comprando y vendíendo el cielo a ignorantes
cual mercaderes arabes con su puñal latente.

Volviose la tierra de tantos
que se fueron yendo
dejándosela a esos algunos
que habían vencido la insuficiencia,
con una insuficiencia aún peor.
Los que habían borrado privilegios y constituciones
y que terminaron por poseer esa,
una tierra baldía,
sin raiz, ni montañas,
sin aroma, ni lagrimas.
Un lugar sin bandera,
sangriento y vacio
ahogado en el lodo,
que ni nombarlo le daba sentido.
Se convirtió en un país cualquiera
en un país sin bandera.

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