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alejandra rosa
Photo by: Carlos Adampol Galindo ©

Un luto parálisis

La muerte, la parca, cuando se asoma se siente como un silencio fulminante. El sonido de las ramas suena más agudo, raspa el aire, las voces de las personas se escuchan más distantes, hay un eco interno que te aleja de todo lo demás. El martes pasado una mariposa monarca entró a un apartamento al que me fui a escribir, a moverme, a crear sola unos días. Se posó sobre la pared, y estuvo ahí toda la noche. El viernes siguiente soñé que mi hermano había muerto, luego mi papá. Al día siguiente a mi hermano una prueba rápida de coronavirus le dio negativa, pero a los dos amigos con los que compartió el día antes, positiva. Escribí estas líneas mientras mi hermano esperaba los resultados de las pruebas que se volvió a hacer, cuando comenzó a tener problemas para respirar — a minutos de comprarme un termómetro que vale lo que cuestan dos días enteros de trabajo a salario mínimo, tres potes de alcohol, un atomizador. Luego de mapear. Luego de sentir el pecho apretado y recordar que hace dos días una amiga me contó que tuvo coronavirus y que durante cuatro meses sintió la mortalidad cerca, muy cerca.

Cuando me contó le dije lo que le dije a mi hermano y lo que me digo para dejar de escribir y seguir mi día de trabajo: tenemos la mortalidad todos los días más cerca de lo que pensamos. Esta pandemia solo nos lo recuerda. A los dos meses, murió mi abuela, una mujer raíz, de manos robles, que nunca se enfermó, como un portal sobre natural, hasta que el coronavirus, le habitó. Le agarró en un hospital, al que llegó para una operación rutinaria.

Esta pandemia desvirtuó el ciclo natural de las cosas, porque su ruta aquí, todos estamos de acuerdo, era más larga. Algo se trastocó, un algo que aún se me escapa. No sé cómo se lleva esto. Lo mío siempre ha sido entender, y esto. Esto. Este lugar. Este silencio temprano.

De aquí sé que en ese periodo que llega antes de un luto sientes cómo nada de lo que antes parecía importante se sostiene en el mismo lugar. Dejas de revisar tu correo. Cancelas proyectos. Le cocinas más a tu mamá. Extrañas menos. Limpias más. Duermes temprano. Dejas de bailar. Sudas igual. Solo haces planes contigo o afectos que son un espacio seguro a la octava potencia. Ayer fui al mar y antes vi esta pared. Recordé que hace años, me conmovía el cemento intervenido por tierra. Desde que abuela estuvo totalmente conectada a un respirador, el médico nos dijo algo así como, que era cuestión de esperar. La semana que la sacaron del ala de Covid, pude verla 15 minutos. Estaba sedada, pero cuando le hablé botó una lagrimita. Le canté lo único que sé que la tranquilizaba, himnos de iglesia. Y ahí quedamos, las dos, en el frío del hospital, agarraditas de manos sin saber si por última vez. A los dos días murió.

Aquel día la fui a ver con una de las camisas que me empezó a regalar cuando me supo queer. Eran suyas. Cuando las huelo nos siento en tierra. El día de su entierro le dancé, en Aguadilla, Puerto Rico. Ahora a veces voy a su patio, le riego agua a las flores y allí, me convenzo, la siento. No sé ni remotamente cómo se cruza esto, pero por ahí voy.

Me da miedo escribir estos días. Las letras son tramposas aunque a veces por par de segundos, contienen y no sé, acompañan. Me propuse este año escribir menos, ser más directa, ahorrarme palabras. Y no sé bien todavía como eso se hace. Abuela siempre supo. En dos oraciones te explicaba, comunicaba, todo lo que quería. Cruzaba mil pavimentos en medio pestañeo. Aunque ya no pestañea. Y fue la dulzura entera, hasta en plena pandemia. Es. Negocio ese cambio de tiempos verbales, sin acabar de entender cómo algo tan normal, sabido, un luto, puede detener, movilizar, supurar, paralizar tanto. Pero aquí estamos. En parálisis. Por suerte, el no moverse, siempre fue esto: un vórtice.


Photo by: Carlos Adampol Galindo ©

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