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daniel campos
Photo Credits: katiebordner ©

Un lugar en el mundo: Puebla

La película Un lugar en el mundo (1992) de Adolfo Aristarain me ha acompañado por mucho tiempo como fuente de reflexión personal, desde que la vi hace años cuando era estudiante de filosofía en Pensilvania y pensaba en Latinoamérica.

En el filme Mario, profesor universitario, y su esposa Ana, médico, se han mudado de Buenos Aires a un pueblo en la provincia de San Luis, Argentina. Se han ido motivados por el ideal de servir a su sociedad. En la ciudad capital la corrupción y la burocracia obstruían su vocación de servicio, mientras que en la provincia han logrado fundar una cooperativa de pequeños productores de lana, una escuela y una clínica en una comunidad rural. Allí crían a Ernesto, su hijo. La trama cuenta su historia.

Cuando vi la película yo mismo me preguntaba cómo y dónde podría dar expresión a mi vocación de servicio a través de la docencia y la escritura. Desde entonces las palabras de Ernesto al visitar la tumba de su padre, Mario, al final del filme me han conmovido cada vez que las he recordado, como esta mañana al desayunar en un rinconcito sabroso de Puebla, México.Ernesto le pregunta a su padre fallecido:

«Me gustaría que me dijeras cómo hace uno para saber cuál es su lugar. Yo por ahora no lo tengo. Supongo que me voy a dar cuenta cuando esté en un lugar y no me pueda ir. Supongo que es así. Ya va a aparecer. Todavía tengo tiempo de encontrarlo».

Hoy, por ejemplo, en esta ciudad hermosa de gente amable y cálida, en este país repleto de personas amorosas y culturas riquísimas, me pregunto: ¿podría ser éste mi lugar?

Después de todo, ha sido el corazón el que me ha traído hasta acá. De Puebla han emigrado las familias de muchos de mis estudiantes, amigas y vecinos en Brooklyn. En México encuentran sus raíces personas que amo profundamente.

Sé, sin embargo, que continuaré mi camino. Mi inquietud peripatética es constante y yo ya no sé si encontraré un lugar en el mundo.Pero un pedacito de mi corazón se quedará con las personas que he conocido en Puebla y un pedacito de ellas se irá conmigo en mi corazón.

Quizá esa sea mi respuesta a la pregunta. Mi lugar en el mundo quizá no es un espacio geográfico sino una dimensión afectiva: el vínculo amoroso y vital con las personas que voy queriendo por el camino. Soy en ellas. Ellas son en mí.

En todo caso, cuando regrese a Brooklyn y reencuentre a mis estudiantes y amistades con raíces en Puebla, entenderé mejor sus orígenes, las querré todavía más y podré, ojalá, servirles un poquito mejor como maestro y amigo.


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